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Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


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detuvo a un metro de Reacher y esperó.

      —¿Qué? —dijo Reacher.

      —¿Quieres algo? —dijo el tipo.

      —Ya no. Quería hacerte caminar hasta allá ida y vuelta. Me diste la impresión de que te podía venir bien hacer ejercicio. Pero ahora ya lo hiciste, así que estoy bien. Gracias igual.

      El tipo se lo quedó mirando. Analizando su situación. Que no era genial. Quizás tenía un bate o un arma debajo del mostrador, pero nunca iba a llegar hasta ahí. Reacher estaba a tan solo un brazo de distancia. Su respuesta iba a tener que ser verbal. Lo cual iba a ser un desafío. Eso estaba claro. Al final lo salvó su teléfono de pared. Sonó a sus espaldas. Una campanilla anticuada. Un repiqueteo largo y apagado y triste, y después otro.

      El barman se alejó hacia allí y atendió la llamada. El teléfono era un diseño clásico, con un auricular grande de plástico y un cable enrulado tan estirado que llegaba hasta el piso. El barman escuchó y colgó. Apuntó el mentón en dirección a Shevick, todo el trayecto hasta la mesa del rincón de atrás.

      —Regresa esta noche a la seis en punto —dijo en voz alta.

      —¿Qué? —dijo Shevick.

      —Me escuchaste.

      El barman se alejó caminando, hacia otra tarea imaginaria.

      Reacher se sentó en la mesa de Shevick.

      —¿A qué se refería con que vuelva a las seis en punto? —dijo Shevick.

      —Supongo que el tipo al que estás esperando se retrasó. Llamó, para que sepas en qué situación te encuentras.

      —Pero no lo sé —dijo Shevick—. ¿Qué pasa con mi plazo de las doce en punto?

      —No es tu culpa —volvió a decir Reacher—. Fue el tipo el que no vino, no tú.

      —Va a decir que les debo mil más.

      —No si no apareció. Lo cual todos saben que fue así. El barman lo atendió en el teléfono. Es un testigo. Tú estabas aquí y el otro tipo no.

      —No puedo conseguir otros mil dólares —dijo Shevick—. Simplemente no los tengo.

      —Yo diría que el aplazamiento te da una licencia. Es una inferencia clara. Como un término implícito en un contrato. Tú estabas ofreciendo moneda de curso legal en el lugar indicado a la hora indicada. Ellos no aparecieron para aceptarla. Es como una suerte de principio de hecho. Un abogado lo podría explicar.

      —Nada de abogados —dijo Shevick.

      —¿Te preocupan también los abogados?

      —No me puedo permitir uno. Sobre todo si tengo que encontrar otros mil dólares.

      —No va a ser así. No pueden tener todo a la vez. Tú estuviste aquí a horario. Ellos no.

      —Esta no es gente razonable.

      El barman los miró desde lejos con rabia.

      El reloj en la cabeza de Reacher dio las doce del mediodía exactas.

      —No podemos esperar aquí seis horas —dijo.

      —Mi esposa va a estar preocupada —dijo Shevick—. Debería ir a casa y verla. Y después volver.

      —¿Dónde vives?

      —Más o menos a un kilómetro y medio de aquí.

      —Puedo ir caminando contigo, si quieres.

      Shevick hizo una larga pausa.

      Después dijo:

      —No, de verdad no podría pedirte que hicieras eso. Ya hiciste por mí lo suficiente.

      —Eso fue ambiguo y amable, sin ninguna duda.

      —Quiero decir que no debo incomodarte más. Estoy seguro de que tienes cosas que hacer.

      —Por lo general evito tener cosas que hacer. Claramente una reacción contra el régimen literal en mi vida, de más joven. El resultado es que no tengo ningún lugar particular al cual ir, y todo el tiempo del mundo para llegar allí. No me molesta hacer un desvío de un kilómetro y medio.

      —No, no podría pedirte que hicieras eso.

      —El régimen que mencioné fue, como dije, en la Policía Militar, donde, como también dije, nos entrenaron para notar cosas. No solo pistas físicas, sino cosas sobre cómo es la gente. Cómo se comportan y en qué creen. La naturaleza humana, y etcétera. La mayoría eran estupideces, pero algunas tenían sentido. Ahora mismo le tienes que hacer frente a una caminata de un kilómetro y medio por un vecindario en las calles traseras, con más de veinte mil dólares en el bolsillo, lo que te hace sentir raro, porque no se supone que todavía los tengas, y si los pierdes es un desastre total, y hoy ya te asaltaron una vez, por lo que lo cierto es que en definitiva la caminata te asusta, y sabes que yo podría ayudar con esa sensación, y además estás herido por el ataque, y por lo tanto no te mueves bien, y sabes que puedo ayudar también con eso, por lo que en definitiva me deberías estar rogando que te acompañara a tu casa.

      Shevick no dijo nada.

      —Pero eres un caballero —dijo Reacher—. Me querías dar una recompensa. Ahora si te acompaño a tu casa y conozco a tu esposa, crees que lo mínimo que deberías hacer es invitarme a almorzar. Pero no hay almuerzo. Te sientes avergonzado. Pero no deberías. Lo entiendo. Estás en problemas con un prestamista. Hace un par de meses que no almuerzas. Tienes el aspecto de haber bajado diez kilos. Te cuelga la piel. Así que vamos a buscar unos sándwiches de camino. Paga el Tío Sam. De allí viene mi dinero. Tus impuestos en pleno funcionamiento. Vamos a disfrutar conversando un poco, y después te acompaño de vuelta hasta acá. Le pagas al tipo al que le debes, y yo sigo mi camino.

      —Gracias —dijo Shevick—. En serio.

      —No hay de qué —dijo Reacher—. En serio.

      —¿Hacia dónde te diriges?

      —Hacia otro lugar. A menudo depende del tiempo. Me gusta el clima cálido. Me ahorra comprarme abrigo.

      El barman miró de vuelta con rabia, todavía desde lejos.

      —Vamos —dijo Reacher—. Una persona podría morirse de sed en este bar.

      CUATRO

      El hombre que se tenía que encontrar con Aaron Shevick en la mesa del rincón de atrás del bar era un albanés de cuarenta años de apellido Fisnik. Era uno de los dos hombres que había mencionado esa mañana Gregory, el jefe ucraniano. Por consiguiente había recibido en su casa una llamada de Dino, diciéndole que pasara por la maderería antes de empezar su día laboral en el bar. El tono de voz de Dino no reveló nada inapropiado. De hecho, en todo caso había sonado alegre y entusiasta, como si le esperaran elogios y reconocimiento. Quizás nuevas oportunidades, o una bonificación, o las dos cosas. Quizás un ascenso, o una mejor posición en la organización.

      No fue así. Fisnik pasó agachado por la puerta baja en el portón de enrollar, y olió pino fresco, y oyó el chirrido de una sierra, y se dirigió hacia las oficinas del fondo, sintiéndose bastante bien en general. Un minuto después lo sujetaron con duct tape a una silla de madera, y de repente el pino olía a ataúdes, y la sierra sonaba a sufrimiento. Primero le agujerearon las rodillas con una DeWalt inalámbrica con una mecha para pared de un cuarto de pulgada. Después siguieron. No les dijo nada, porque no tenía nada para decir. Su silencio fue interpretado como una confesión estoica. Así era la cultura de ellos. Por su fortaleza se ganó un poco de admiración resentida, pero no la suficiente como para detener el taladro. Murió más o menos al mismo tiempo en que Reacher y Shevick finalmente se fueron del bar.

      La primera mitad de la caminata de un kilómetro y medio fue por entre cuadras abandonadas iguales a la cuadra en la que estaba el bar, pero después la vista se abrió a lo que alguna vez pudo haber sido un conjunto de tierras


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