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Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


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de las ondulaciones de los terrenos. Setenta años después a todas les habían vuelto a hacer varias veces los techos, sin que hubiera dos exactamente iguales, y algunas tenían ampliaciones y agregados y revestimiento exterior nuevo de vinilo, y algunas tenían el césped bien cortado y otras jardines silvestres, pero por lo demás el fantasma de la uniformidad mezquina de posguerra todavía marchaba a lo largo de todo el complejo, con lotes pequeños y calles angostas y veredas angostas y giros apretados en ángulo recto, todos medidos para el radio de giro máximo de Fords y Chevys y Studebakers y Plymouths de 1948.

      Reacher y Shevick en el camino hicieron una parada en una estación de servicio. Compraron tres sándwiches de pollo y tres paquetes de patatas fritas y tres latas de gaseosa. Reacher cargaba la bolsa en la derecha y ayudaba a Shevick con la izquierda. Renguearon y reptaron a través del laberinto. La casa de Shevick resultó estar bien adentro, en una calle sin salida que tenía al fondo un mezquino espacio para dar la vuelta apenas más ancho que la calle misma. Como la ampolla en el extremo de un termómetro de los de antes. La casa estaba a la izquierda, detrás de una cerca blanca de madera por la que sobresalían los pimpollos de unas rosas tempranas. La casa era más bien pequeña y de una sola planta, los mismos huesos y los mismos metros cuadrados que todas las demás casas, con tejado asfáltico y revestimiento exterior blanco brillante. Se la veía bien cuidada, pero no de manera reciente. Las ventanas estaban polvorientas y el césped estaba crecido.

      Reacher y Shevick renguearon por un sendero de cemento apenas lo suficientemente ancho como para que fueran lado a lado. Shevick sacó una llave, pero antes de que la pudiera poner en la cerradura la puerta se abrió frente a ellos. Una mujer estaba de pie allí. La señora Shevick, sin lugar a dudas. Había un vínculo obvio entre ellos. Ella era gris y encorvada y recientemente delgada igual que él, también de alrededor de setenta años, pero la cabeza de ella estaba en alto y sus ojos estaban firmes. Las llamas todavía ardían. Miraba fijo el rostro de su marido. Un raspón en la frente, un raspón en la mejilla, una costra de sangre en el labio.

      —Me caí —dijo Shevick—. Me tropecé con el cordón. Me golpeé la rodilla. Eso es lo peor de todo. Este caballero fue lo suficientemente amable como para ayudarme.

      La mirada de la mujer pasó a Reacher por un segundo, confundida, y luego de vuelta a su marido.

      —Mejor que te limpiemos —dijo ella.

      Dio un paso hacia atrás y Shevick entró al recibidor.

      Su mujer empezó a preguntarle “¿Le…”, pero luego se detuvo, quizás avergonzada frente a un extraño. Sin dudas quería decir: ¿le pagaste al tipo? Pero algunas cuestiones eran privadas.

      —Es complicado —dijo Shevick.

      Durante un momento se hizo silencio.

      Reacher alzó la bolsa con la comida.

      —Trajimos el almuerzo —dijo—. Pensamos que podía ser difícil salir a la tienda, dadas las circunstancias.

      La señora Shevick lo volvió a mirar, todavía confundida. Y después un poco herida. Abatida. Avergonzada.

      —Lo sabe, Maria —dijo Shevick—. Fue detective en el Ejército y vio lo que me pasaba.

      —¿Le contaste?

      —Se dio cuenta. Tiene mucho entrenamiento.

      —¿Qué es complicado? —preguntó ella—. ¿Qué sucedió? ¿Quién te pegó? ¿Fue este hombre?

      —¿Qué hombre?

      Ella miró directo a Reacher.

      —Este hombre con el almuerzo —dijo ella—. ¿Es uno de ellos?

      —No —dijo Shevick—. En lo más mínimo. No tiene nada que ver con ellos.

      —¿Entonces por qué te sigue? ¿O escolta? Es como un guardia de prisión.

      —Cuando estaba… —empezó a decir Shevick, y después se detuvo y lo cambió por—: Cuando me tropecé y me caí, él estaba pasando, y me ayudó a ponerme de pie. Entonces me di cuenta de que no podía caminar, así que me ayudó. No me está siguiendo. O escoltando. Está acá porque yo estoy acá. No puedes tener a uno sin el otro. No ahora mismo. Porque me lastimé la rodilla. Tan simple como eso.

      —Dijiste que era complicado, no simple.

      —Deberíamos ir adentro —dijo Shevick.

      Su esposa se quedó quieta durante un momento, y después se dio vuelta y ellos entraron y la siguieron. Por dentro la casa era igual que como lucía por fuera. Vieja, bien mantenida, pero no de manera reciente. Las habitaciones eran pequeñas y los pasillos eran angostos. Se detuvieron en el living, que tenía un sofá de dos plazas y dos sillones, y tomas de corriente y cables pero no televisor.

      —¿Qué es complicado? —dijo la señora Shevick.

      —Fisnik no apareció —dijo Shevick—. Normalmente está ahí todo el día. Pero hoy no. Lo único que sucedió fue que nos pasaron un mensaje telefónico para que volviéramos a las seis en punto.

      —¿Y dónde está el dinero ahora?

      —Todavía lo tengo.

      —¿Dónde?

      —En el bolsillo.

      —Fisnik va a decir que les debemos otros mil dólares.

      —Este caballero piensa que no puede decir eso.

      La mujer volvió a mirar a Reacher, y después de vuelta a su marido, y dijo:

      —Deberíamos ir a limpiarte. —Después volvió a mirar a Reacher y señaló hacia la cocina y dijo—: Por favor ponga la comida en la heladera.

      Que estaba más o menos vacía. Reacher llegó hasta allí y abrió la puerta y se encontró con un espacio bien fregado sin mucho adentro, salvo botellas usadas de cosas que podrían haber estado allí desde hacía seis meses. Puso la bolsa en el estante del medio y volvió al living a esperar. En las paredes había fotos familiares, agrupadas y reunidas como en una revista. Por encima de todo había tres marcos ornamentados con imágenes blanco y negro que se habían vuelto cobrizas por el tiempo. En la primera se veía literalmente a un soldado de pie frente a la casa, con lo que Reacher supuso era su nueva novia junto a él. El tipo estaba en un uniforme caqui nuevo. Un soldado raso. Probablemente demasiado joven como para haber peleado en la Segunda Guerra Mundial. Probablemente había hecho después un servicio de tres años en Alemania. Probablemente lo habían llamado de vuelta para Corea. La mujer estaba con un vestido floreado que le caía inflado hasta las pantorrillas. Ambos estaban sonriendo. El revestimiento exterior detrás de ellos brillaba al sol. La tierra a sus pies no tenía césped.

      En la segunda foto se veía a sus pies ya un césped de un año, y un bebé en sus brazos. Mismas sonrisas, mismo revestimiento exterior brillante. El flamante padre estaba sin uniforme y con un par de pantalones tiro alto de fibra sintética y una camisa blanca de manga corta. La flamante madre había cambiado el vestido floreado por un suéter liviano y pantalón pescador. El bebé estaba mayormente envuelto en un chal, salvo la cara, que se veía pálida e indefinida.

      En la tercera foto se los veía a los tres más o menos ocho años después. Detrás de ellos las plantas junto a los cimientos cubrían la mitad del revestimiento exterior. El pasto a sus pies era abundante y fuerte. El tipo era ocho años menos huesudo, un poco más grueso de cintura, un poco más pesado de hombros. Tenía el cabello engominado hacia atrás, y ya un poco lo estaba perdiendo. La mujer estaba más linda que antes, pero cansada, en todos los sentidos en los que lo estaban las mujeres en fotos de los años cincuenta.

      La niña de ocho años parada delante de ellos era casi con seguridad Maria Shevick. Algo en la forma de su cara y en la franqueza de su mirada. Ella había crecido, ellos habían envejecido, ellos habían muerto, ella había heredado la casa. Esa era la suposición de Reacher. Que el siguiente grupo de fotos demostró correcta. Ahora en colores Kodak desteñidos, pero en el mismo lugar. La misma parcela de césped. La misma porción de pared. El mismo tipo de tradición.


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