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Sangre helada. F. G. HaghenbeckЧитать онлайн книгу.

Sangre helada - F. G. Haghenbeck


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pues desde que habían implementado la prisión para alemanes en la fortaleza de San Carlos, escenas así eran comunes. El tractor se detuvo: había golpeado con algo y no deseaba que una descompostura lo arruinara. Descendió para percibir lo que había descubierto. Fue cuando halló la piedra. Era un pedazo pétreo anodino que brotaba unos centímetros del piso. De textura lisa, distinta de las rugosas piedras volcánicas de la zona. Con la mano despejó la tierra, descubriendo que poseía hendiduras rectas, demasiado perfectas para ser causadas por la erosión: tal vez labradas por un antiguo habitante. Decidió que había que quitarla del camino.

      —Tráete la pala… —ordenó a su hijo. El chico sacó la herramienta de la parte posterior del vehículo. Camilo de inmediato se dedicó a limpiar alrededor del mojón. Al descubrirla, percibió una extraña sensación de muerte y putrefacción, como si se tratara de los restos de una tumba. Era una sensación en su mente, algo que apuñalaba su cabeza ante cada palada.

      Se detuvo y pidió a su hijo que continuara. El muchacho aceptó el encargo sin remilgos. Pensó que así se libraría de esa sensación de pesadez y morbosidad, pero ésta persistió, latente.

      —Es una calaca, pa… —murmuró el chico. Camilo tuvo que dar un paso atrás para comprenderlo: la piedra parecía haber sido labrada asemejando una boca abierta con dientes. Dos círculos en la parte superior imitaban las cavidades de los ojos y una perforación triangular en la parte media como nariz. Sin duda, el primitivo artista deseaba emular una calavera.

      Metió de nuevo la pala para hacer palanca y la roca se movió dejando entrever un hueco en la parte inferior. Tal vez la entrada a una caverna o una madriguera de animal, pero el tufo que emergió fue de una fetidez terrible. Camilo y su hijo absorbieron esos gases, que los hicieron toser y lagrimear. Era un olor tan penetrante que se apartaron llevándose el brazo a la nariz. Se trataba de un hedor único, a piel fermentada y el aroma metálico de la sangre coagulada.

      —Mira, pa… —señaló el hijo a un lado de la primitiva escultura. Camilo se agachó para recogerlo: era una figura de unos veinte centímetros de barro. Humana al parecer, en cuclillas y con las manos al frente. En sorprendente estado. Sólo el rostro le parecía extraño, como si abajo hubiera un esqueleto que trataron de cubrir con una máscara sonriente. Toda la figura aún con vestigios de color rojo.

      —¡En la madre, mijo! Encontramos una pinche pirámide… —logró decir al visualizar mejor el figurín de un dios prehispánico que había terminado su sueño milenario.

      IV

      Dos centinelas los recibieron parados en cada extremo del acceso, rectos y mirando al frente. Su integridad manifestaba porte castrense, el mismo con el que habían permanecido en ese puente por más de dos siglos. Eran centinelas de piedra, cuidadores de la fortaleza, enmarcando el acceso del infierno. La leyenda narraba que se trataba de soldados catalanes que tiempo atrás dejaron su sitio de custodios para pelear entre ellos en busca del amor de una pueblerina. Ambos murieron en un abrazo mortal cruzando sus bayonetas. Ante su delito, el rey español ordenó levantar las estatuas para que vigilaran por la eternidad. Sólo la pequeña María volteó a verlos. Su familia seguía incómoda con los brazos cruzados esperando llegar a su destino. Para la pequeña María no fue necesario tocarlos, en un parpadeo logró vislumbrar las escenas de la leyenda: el antiguo fuerte, la mutua muerte, la mujer que los lloraba y la última voluntad del monarca. Sin entender del todo la fábula, la joven paladeó esas imágenes ajenas a ella, descartándolas como un peligro. Había logrado entender que entre sus visiones, algunas eran sólo ecos del pasado. Victoria, en cambio, rumiaba el ardor en su mejilla, a causa de aquella bofetada. Más por ego dolido que por sufrimiento físico. Odiaba tener que vivir esclavizada a sus padres. Sentía que podía mantenerse por sí misma, alejándose de las complicadas relaciones familiares.

      El automóvil Packard remontó el camino entre el acceso hasta el gran portón del fuerte que remataba en un arco. Esa guarnición les daba la bienvenida con un escudo que había visto guerras y hambrunas, coronado por un mástil que ondeaba la flamante bandera mexicana. La boca de la puerta los devoró, cubriendo el vehículo con sombras para volver a salir a un pasillo, llamado pozo. Detrás de los gruesos diques del castillo en forma de cruz de cuatro picos estaba el edificio central, un cuadrado que confinaba un gran patio central abierto. Los muros de la construcción no escondían su arcaica antigüedad. Eran paredes encaladas que abrigaban las gruesas piedras con las que fueron erigidas. La portentosa edificación había sido levantada en 1777 por orden del virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa como defensa para el medio camino entre la costa del Pacífico y la Ciudad de México. Se decidió que la llanura al norte de la montaña, el Cofre de Perote era el lugar ideal por su importancia en la táctica militar. El sitio había sido parte fundamental en la historia de México: sirvió como defensa de los realistas en la guerra de independencia, de resistencia en la invasión norteamericana, cárcel de los próceres nacionales, como fray Servando Teresa de Mier o Xavier Mina, y el lugar donde falleció el primer presidente de la nación independiente, Guadalupe Victoria.

      Después de haber sido colegio militar, fuerte de resistencia y cárcel, el gobierno del presidente Ávila Camacho resolvió que sería el lugar perfecto para montar un campo de concentración de enemigos de la República Mexicana. El furor popular contra los llamados países del Eje, Alemania, Italia, Japón, a causa del hundimiento de los barcos petroleros Potrero del Llano y Faja de Oro, impactó negativamente en las comunidades de extranjeros con esos orígenes. Ciudadanos alemanes fueron desarraigados de sus propiedades y se les concentró tierra adentro, en San Carlos de Perote, señalados como un riesgo para la seguridad nacional.

      —Hemos llegado, señores —informó el agente Huerta. Manipuló el automóvil para estacionarse al frente de la acogida de la plaza, que daba a una escalera doble que conectaba las oficinas principales. A los pies de éstas, un hombre de traje cruzado. Bajo y con cabello que peleaba por desaparecer de su cráneo. Un bigote delgado se movía de un lado al otro, esperando a la comitiva. En sus solapas, el escudo del gobierno mexicano y del partido político que lo gobernaba. Más adelante, un camión militar. Un grupo de soldados bajaban cajas con la leyenda “Ejército Mexicano”. Lo hacían con cuidado, como si se tratara de vajillas costosas.

      —Director Salinas… —saludó el agente Huerta dándole un gustoso apretón de manos—. La familia Federmann vuelve a su confinamiento.

      —¡No la frieguen! ¿No llegaron a ningún acuerdo con mi contacto en la Secretaría? —preguntó el hombre alzando la ceja al unísono de su mostacho.

      —Creo que terminó con un ojo morado, obsequio del señor Federmann… —explicó apenado el agente quitándose el sombrero. La familia Federmann ya estaba atrás de él, por lo que la esposa se interpuso arrojándolo a un lado para hablar directamente con el alcaide.

      —No fue mi esposo… ¡Fui yo! —dictó llevándose su boquilla del cigarro a la boca, esperando que el licenciado hiciera su labor de caballero. Éste, levantando su bigote, intentó ocultar la risa que trataba de emerger. Sacó un cerillo y prendió el cigarro de la belleza rubia. Luego extrajo uno de sus vicios sin filtro para acompañarla. La elegante Greta Federmann y el licenciado intercambiaron miradas cómplices.

      —Greta… Greta… Dime que no tendré que mandar una carta de disculpas al licenciado Miguel Alemán —murmuró divertido el director del sitio.

      —Toño, el problema no fue con Miguelito. Ni siquiera nos quiso recibir, el muy cabrón… Se trata del imbécil que trabaja en su oficina, un tal Blanquet.

      —No hagas eso, Greta. Somos pocos y nos conocemos mucho en el partido.

      —No quiero verme como un malagradecido —gruñó el señor Federmann—, pero te he dado mucho dinero y de nada ha servido…

      —Richard, querido amigo, tú sabes que mientras estés aquí tendrás prioridades. Pero no puedo hacer más. Las elecciones se acercan y la disputa está cabrona. El general Maximino Ávila Camacho no quiere que el licenciado Miguel Alemán sea candidato. Te agarraron en medio de una bronca.

      —Genau! Por mí, el hermano del presidente puede ir a joder a su madre… —gruñó el señor Federmann


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