Sangre helada. F. G. HaghenbeckЧитать онлайн книгу.
pero Victoria intentaba ayudar a María, al menos comprendiéndola. Apoyaba a su hermana aceptando que era diferente, y que esas visiones podían ser más una pesadilla que una bendición.
—Algo… fue distinto. Me puso nerviosa… —rumió María intentando acordarse de lo percibido, mas era ese gigante que apareció en sus visiones lo que temía.
—Ya sabes que si se te muestra algo, puedes decirme —le instruyó su hermana.
Otra vez el ruido. Las dos voltearon. Algo se acercaba a ellas caminado entre oscuridades. Se tomaron de las manos.
—¡Buuuu! —gritó un niño en pantaloncillos cortos de la misma edad que María. Toño Salinas se carcajeó burlándose de ellas.
—¡Estúpido! —bufó Victoria continuando su andar hacia sus habitaciones. El chico saludó alzando la mano. María le sonrió.
—¿De regreso? —preguntó sarcástico el chico con las manos en los bolsillos—. Me extrañaban, por eso regresaron.
—Ni en sueños, idiota —clamó Victoria golpeándole el omóplato. El muchacho chilló exagerando el dolor.
—¿Es cierto que vieron a un verdadero espía? —cuestionó intrigado.
—¿El Chacal? Sí, es un idiota como tú —rezongó Victoria entrando a su habitación. María de nuevo le sonrió. En su mundo poco entendía de algunos comentarios burlones, pero había aprendido a sonreír al escucharlos.
—Sí, me extrañaron… —concluyó complacido el chico.
V
–¡Monje, es hora de comer! —le gritaron desde el otro extremo. El eco entre los gruesos muros rebotó cual pelota de tenis para llegar a los oídos del desatento hombre. Alzó la mirada y pudo ver quién le hablaba: era Barcelona, el marinero germano-español con el que compartía catre. Dejó de escribir en su libreta e hizo un gesto de haberlo escuchado. Mas el marino no se movió, esperando a que su compañero lo siguiera al comedor. Éste continuó escribiendo, indicando con un movimiento de la mano: Vamos, ve tú. Déjame de chingar. Estoy trabajando.
Barcelona alzó los hombros y desapareció entre los pasillos de la fortaleza, uniéndose al murmullo de los prisioneros que asistían a la campana que llamaba al almuerzo. El Monje Gris continuó escribiendo sus pensamientos en una oprimida letanía llena de adjetivos con letra pequeña sobre una de sus libretas. Llenaba cuadernos con esos pensamientos, cientos de ellos. Plasmaba sus ideales filosóficos, delirios sexuales con dibujos explícitos, reflexiones sobre la historia de México comparando viejos dioses con ángeles, teorías de conspiración antisemitas sobre el dominio mundial y planteamientos donde aseguraba que en la búsqueda de la sabiduría de los secretos del vasto universo, esos descubrimientos dañaban la cordura de una persona, pues la mente no estaba preparada para tal entendimiento. Excepto la suya, claro.
El Monje Gris pasaba la mayor parte del tiempo cavilando en todo, literalmente en todo. Era un elegido con el poder de la sabiduría universal, un tocado de inteligencia sobrehumana, alguien en quien la moral se desvanecía. Al menos así lo suponía, y así lo expresó en los juicios en su contra, culpado de asesinato. Podrían haberlo encerrado en La Castañeda, pero su origen germánico lo llevó al campo de confinamiento en San Carlos. Una repentina donación monetaria de su hermano ayudó a su encierro en ese lugar frío y olvidado. Era una manera de esconderlo y desentenderse de él. Aunque para su viciada mente sólo se trataba de una prueba de frustrar su cruzada personal.
Hace dos años, en 1941, meses antes del ataque japonés a Pearl Harbor, una denuncia llegó a las autoridades de la Ciudad de México. Hablaban de un extraño suceso en una mansión situada en avenida San Ángel, dentro de un barrio ostentoso y distinguido. Al llegar al lugar, la policía descubrió algo insólito: la sirvienta y el mozo, totalmente desnudos y hambrientos, estaban encadenados con oxidados grilletes a la pared. Y en una de las habitaciones, la señora de la casa, Geraldine Schulz, yacía muerta con un disparo en el costado. La policía indagaría que esa mansión estaba a nombre del ingeniero Adolf Schulz, de orígenes alemán y polaco, nacionalizado mexicano. Ese hombre estaba casado con la difunta y tenían un hijo que no se encontraba en el lugar. En el reconocimiento de la casa, la policía descubrió el acceso al sótano. Ahí se encontraba un cuarto con complejos instrumentos de tortura. Era en ese lugar donde sometía a humildes muchachas recién llegadas a la ciudad, que al parecer caían en las mentiras del patrón. Sorprendidos, los agentes unieron las declaraciones de los sirvientes para comprender que ese hombre estaba totalmente demente. Al ser detenido en su oficina, en el centro de la ciudad, Adolf Schulz declaró que los actos cometidos eran con la única finalidad de poder descansar su mente debido al esfuerzo del trabajo intelectual al que era sometido. En pleno delirio, incluso trató de incriminar a su esposa, a quien negó haber matado. En otro momento también afirmó que el asesino de su mujer sin duda habría sido un agente nazi infiltrado que deseaba robarle sus descubrimientos científicos. En su interpelación con los agentes ministeriales, Schulz relató la manera en que salió de Alemania cruzando Francia y Portugal, llegando por La Habana, perseguido por el régimen fascista de Hitler, hasta arribar a México con dos de sus hermanos. Aclaró que evitaron los Estados Unidos por la corrupción a la raza, por aceptar negros en su sociedad. En México encontró trabajo en la recién formada Pemex como científico inventor en el ramo de la industria química: Petróleos Mexicanos le había creído sus exposiciones delirantes. Finalmente, Adolf Schulz quedó formalmente preso por los delitos de lesiones, disparo de arma de fuego, secuestro con tormento y asesinato involuntario de su esposa. Su abogado, el famoso Bernabé Jurado, interpuso una demanda de amparo, alegando que el juez había violado preceptos constitucionales. La demanda fue negada, por el origen de los delitos, sin embargo consiguió que se declarara no apto para el juicio disminuyendo su condena por problemas mentales. Al ser ingresado al penal de Lecumberri, Adolf sólo iba envuelto con una tela gris y decía ser un filósofo de la Antigua Grecia, por lo que custodios y presos le apodaron el Monje Gris. Así fue como obtuvo su singular sobrenombre. Durante el tiempo que estuvo en la cárcel, su abogado y sus hermanos repartieron dinero para mejorar su estancia, logrando que fuera llevado a Perote por su ascendencia alemana a pesar de ser nacionalizado mexicano, pero sin duda era para mantenerlo lejos de ellos y de su hijo que pasó a ser cuidado por su hermana.
El Monje Gris suspiró, mirando sus apuntes en la libreta. No estaba molesto por estar encerrado, sino por haber perdido los instrumentos científicos de su casa, para seguir con las investigaciones que tanto le apasionaban. Guardó sus apuntes en su maleta donde escondía sus pertenencias, y se encaminó al salón para comer. Odiaba tener que interactuar con los demás presos. Los sentía como borregos. Ba, ba, ba. Balen cabezas de algodón. No saben que son sólo marionetas de los grandes inmortales. Rían, fantoches y bufones de la idiotez, disfruten su ceguera del conocimiento pues nunca entenderán el futuro que nos avecina.
Salió al patio, entrecerrando los ojos cuando el sol le golpeó el rostro calvo. Y escuchó esa voz potente y sonora. No, no estaba ahí, se encontraba cerca. Le llamaba implorando reconocimiento e invocaciones. ¿Eran ellos? ¿Los inmortales que venían por él? Esa voz fue tan potente que lo derribó. Se hincó en el piso sin fuerza, tapándose los oídos. La voz dolía, rasgaba su ser como navajas que cortaran el interior de su audición. Lloró, no sólo de dolor, también de felicidad, pues por fin sus plegarias habían sido escuchadas y el gran conocimiento del Universo le sería develado.
—¿Qué sucedió Monje? —le ayudó su compañero de celda, que al verlo caer al suelo corrió hacia él. Un par de soldados, celadores de la prisión, también le asistieron. Apresaban sus articulaciones pensando que se trataba de un ataque epiléptico. Pero no, no era enfermedad, era éxtasis. Alguien había destapado la tumba eterna de un infinito, el Monje Gris sabía que había removido la piedra que lo mantenía durmiendo. Era el principio de un nuevo mundo, una renovada muerte. Y abrió los ojos, dejando que la voz se disolviera en su locura, para poder ver que le ofrecía.
Al otro extremo del patio, descendiendo de un automóvil negro recién llegado, la advirtió: era joven y pura, virgen, con ojos claros que lo miraban con asombro y terror. No era como las mujeres indígenas que había secuestrado para su cuarto de torturas.