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Sangre helada. F. G. HaghenbeckЧитать онлайн книгу.

Sangre helada - F. G. Haghenbeck


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le pasa a ese hombre? —preguntó Victoria Federmann al mirar cómo se desvanecía un calvo al otro lado de la plaza. Sus padres voltearon a ver. Asustados prefirieron huir aferrando el hombro de su hija.

      —Se habrá desmayado por el sol… —indicó el alcaide del centro de confinamiento, invitando a los recién llegados a pasar a su oficina.

      VI

      A través de la fina corteza de tierra mojada, el ser divino olisqueó de nuevo el aire libre. Le supo más ligero, lleno de nuevos retos por conocer. Esa bocanada despertó sus adormecidos sentidos inmovilizados por siglos. Encontró sus movimientos frágiles, oxidados por su estancia en esa tumba. Sus ojos sin pupilas volvieron a encontrase con la luz del sol, con esos pétalos luminosos del venerado Tonatiuhtéotl. Era placentero sentir sobre su carne viva esa sensación cálida. Una mano delgada y descarnada, dejando restos de gusanos atrás, brotó de la gruta que había sido su prisión. Quitó la piedra que servía de portón. La enorme pieza, que les había sido imposible mover a Camilo y su hijo, rodó sin resistencia ante su fuerza.

      Sintió el cercano invierno, la estación cuando todo moría para revivir en la primavera. Halló una aglomeración de sensaciones que le indicaba la existencia de miles de nuevos reinos que dominar. Sintió en su boca el sabor reconfortante del terror de los humanos, el mismo con el que era alimentado con corazones de vírgenes. Su cuerpo fue dejando atrás la tierra, dispersando más de ese tufo que había hecho huir a Camilo. No logró alzarse pues sus piernas estaban aún débiles, atrofiadas por los siglos de permanecer en un estado de semimuerte. Quizá la piedra que le servía de prisión ya no lo retenía al haber sido apartada por el campesino, pero también existía algo en el ambiente que lo invitaba a retomar su reinado, sabía que era un llamado, un rezo de nuevos acólitos.

      Más del doble de alto que un humano, sin seguir las proporciones normales. Las extremidades, delgadas y largas, poseían dimensiones enormes. Todo él, carne viva. Libre de su celda, entendía que debía resguardarse. Se arrastró al bosque cercano, el mismo que servía de principio para el monte del Cofre de Perote. No reconocía el paisaje, pues lo que habían sido pirámides levantadas en su honor ya sólo eran montículos cubiertos de hierba. No vio centros ceremoniales con las ofrendas que podrían haberlo alimentado ante su hambruna, ni rastro alguno de sus devotos. No habría vírgenes ni corazones. Sólo vio al lado de su tumba ese objeto cuadrado rojo que no poseía nada de interés para él. Olía desagradable, a algo que le picaba sus sentidos. La gasolina no le gustó, menos cuando agitó el objeto rojo y se desbordó. Pensó que era su sangre, pero sabía fuerte, venenosa. Comprendió que los humanos seguían ahí, pues había vestigios de su presencia. En especial su emanación: todos hedían a orines y caca.

      Terminó escondiéndose entre los árboles, castañeando su dentadura ante el cansancio y el gran desgaste de emerger de su confín. Entonces vio a sus primeros humanos: dos hombres, uno que olía a enfermedad, a gases estomacales. Era viejo y decrépito. A su hijo lo paladeó sabroso. Detrás de ellos le seguía una comitiva, gente del pueblo cercano. Para el ser divino sólo eran parte del rebaño que lo adoraría. Con ellos venían más objetos cuadrados como el rojo de la sangre de veneno. Los humanos se juntaron ante las piedras de su sepulcro. Estuvieron mirando el descubrimiento y se marcharon, quedándose sólo los hombres que removieron la piedra.

      —¿Crees que nos den dinero, pa? —preguntó el joven a su progenitor que permanecía en cuclillas mirando la tumba descubierta.

      —Lo pediremos, mijo. Es nuestra tierra. Si quieren estas piedras, tendrán que pagar —contestó Camilo. Se levantó, rascándose la cabeza al comprender que su tractor había cambiado de lugar y un charco de gasolina emanaba de él. Alzó la mirada hacia el bosque, donde los ojos divinos lo vigilaban. Le pareció ver algo. El campesino no comprendió qué era, pero se sintió atraído.

      —Hay alguien entre los árboles… —murmuró el hijo que se encaminó al bulto. El olor a podrido se hizo insoportable.

      —Debe ser el cabrón de Hipólito. Ése quiere quitarnos la tierra… El desgraciado no tiene llenadera —murmuró Camilo. Del tractor sacó un viejo revólver que guardaba en la caja de herramientas. Con la seguridad del arma en sus manos, siguió a su chamaco hacia el bosque. El viento agitó las ramas, haciéndolas crujir.

      Su hijo se detuvo al borde de la pared de árboles, mirando las grandes pisadas y el rastro del ser divino. Se hincó revisando la hojarasca compactada por el gran peso. Imaginó que no podía ser humano, era muy pesado, muy grande. Entre sus meditaciones, una larga y poderosa garra toda músculos sangrantes salió de la parte alta de los pinos para con las uñas cruzar su corazón. Camilo volteó ante el grito. Sólo sacó el arma de su cinturón para disparar una y otra vez. El dios sintió el dolor de las balas, pero supo que no eran mortales, ya que se fundían con su carne viva. La boca se extendió mostrando los colmillos, y se cerró de golpe. Una cascada de sangre emergió del hombro de Camilo ante la desaparición del brazo con la pistola. Masticó la parte del cuerpo arrancada, trozando los huesos como si fueran un suculento caramelo. Volvió a abrir las poderosas quijadas, para arrancar la cabeza. Ésta la tronó en su boca, saboreando el relleno. Fue el primer alimento en siglos. El dios estaba exhausto tras su resguardo milenario.

      Saciado, el ser desollado se arropó entre las raíces para retomar fuerzas, para tomar un nuevo sueño, pero esta vez reparador.

      VII

      13 de noviembre de 1943

      Veracruz, México

      ¿Te acuerdas de esos días en Barcelona, osita? ¿Puedes recordar aún el olor del chocolate caliente con churros? ¿Aún tendrás mi aroma después de que hicimos el amor en el hotel? Yo ya he perdido tu olor. Sé que olías a aceite virgen, a rosas y un poco de tomillo, pero no lo recuerdo. Sólo son las palabras las que se albergan en mi cabeza. No hay recuerdos de esos aromas. Sé que tu piel era como seda, pero mi tacto la olvidó. ¿Sabes qué si recuerdo bien? Las bombas a lo lejos en la ciudad, Barcelona. Sí, esas explosiones que parecían acompañarnos cuando llegabas a tu deleite en la cama, cuando yo te poseía como loco. Eran como tambores, marcando nuestros gemidos. ¿Tú los recuerdas?

      Han pasado cinco años desde que te vi la última vez. Cinco años, maldita sea. Es mucho. Pero no tanto para comenzar a olvidar los detalles. No se vale. Maldita guerra, no se vale. Deberíamos estar juntos. Pero no, nos tiene separados esta cosa que llaman guerra, pero que ni idea tengo de qué es. Yo sólo miro el cielo de mi prisión y pienso que es el mismo cielo de Barcelona, el que deberías de ver tú. Ruego por que esta carta no la confisquen, que no encuentren nada perverso para que sea retenida. ¿Has recibido las otras cartas? No hay respuesta tuya. Me gustaría saber cómo estás y qué ha pasado. Por favor, toma ese bolígrafo y escríbeme. Lo prometiste. ¿Qué ya no lo recuerdas? ¿También lo olvidaste?

      Hay mucho que aún está en mi memoria: siento que fue ayer que me informaron que iría con el comandante a España. Yo dije que sí porque no tenía nada mejor que hacer. Era un soldado bastardo. Claro que dije que sí. Quería conocer el mundo, como mi padre. Supuestamente no estábamos ahí. No, nadie decía que había alemanes ayudando al general Franco. Bueno, algunos sí, los que querían desprestigiar el movimiento: los comunistas republicanos. Pero ésos ya estaban fuera, estaban huyendo, estaban muertos. Y si no lo estaban, nos encargaríamos de matarlos. Para eso fuimos, para ganar esa guerra civil. ¿Sabía español? Claro que no. Pero pronto aprendí lo suficiente para hablarte, para hacerte reír. Decías que lo hablaba como una vaca francesa. No creo que un bovino franchute sepa español, y debo decirte que si lo conociera, hablo mejor que él. Aquí hasta ya maldigo sin acento. Mi español es tan bueno que me dicen “Barcelona”. ¡Puedes creerlo! Soy Barcelona. Ni siquiera me imaginan alemán. No puedo decirles que mi madre era gitana. Eso sería terrible, denigrante, peor que decir que judía. No, mejor soy Barcelona, el soldado germano-español que peleó en España.

      No sé si hice bien al enrolarme de marino. Debí seguir en la milicia, a lo mejor ya sería oficial. O tal vez estaría muerto en Rusia. Sólo sé que tenía que salir de ahí. Un barco era la mejor opción, por eso fui marino. México, me dijeron, ¿por qué no? Conozco el español, vamos a México. De regreso


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