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Cómo volar un caballo. Кевин ЭштонЧитать онлайн книгу.

Cómo volar un caballo - Кевин Эштон


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de estar perfectamente correlacionados”. Esto fue así pese a que él había ayudado resueltamente a sus participantes, escribiendo cartas de recomendación y ofreciéndoles mentoría y referencias. El director Dmytryk se benefició de una de esas cartas a los catorce años de edad, cuando huyó de su violento padre. Terman explicó a las autoridades correccionales de Los Ángeles que el chico era “talentoso” y que su caso merecía consideración especial. Lo rescató así de una infancia de abusos y lo colocó en un buen hogar adoptivo. El productor Oppenheimer vendía abrigos hasta que Terman lo ayudó a ingresar a la Stanford University. Algunas termitas fueron a dar a carreras en el campo de la psicología educativa de Terman, y a muchas se les admitió en Stanford, donde él era un profesor eminente. Una de ellas asumió la dirección del estudio a la muerte de Terman.

      Los defectos y prejuicios de ese estudio no vienen al caso. Lo que importa es qué fue de los chicos excluidos por Terman. La teoría del genio de la creación predice como creadores a los niños que Terman consideró genios. Ninguno de los excluidos debía haber hecho algo creativo; después de todo, no eran genios.

      Es ahí donde el estudio de Terman fracasó por completo. Él no formó un grupo de control de no genios con fines comparativos. Sabemos mucho de los cientos de niños seleccionados, pero apenas un poco de las decenas de miles que no lo fueron. No obstante, lo que conocemos basta para socavar la teoría del genio. Un muchacho que Terman consideró y rechazó fue William Shockley; otro, Luis Alvarez. Ambos obtuvieron el premio Nobel de Física, Shockley por coinventar el transistor y Alvarez por su trabajo en resonancia magnética nuclear. El primero fundó la Shockley Semiconductor, una de las primeras compañías electrónicas de Silicon Valley; empleados suyos constituirían después Fairchild Semiconductor, Intel y Advanced Micro Devices. En colaboración con su hijo Walter, Alvarez fue el primero en proponer que un asteroide causó la extinción de los dinosaurios —la “hipótesis Alvarez”—, lo que, luego de décadas de controversia, hoy los científicos aceptan como un hecho.

      Que Terman no haya identificado a estos innovadores no invalida la hipótesis del genio. Tal vez su definición de genio era insuficiente, o las pruebas de Shockley y Alvarez fueron mal aplicadas. Pero la magnitud de los logros de estos últimos nos exige considerar otra conclusión: ser genio no predice el talento creativo, porque no es un prerrequisito de éste.

      Estudios subsecuentes intentaron corregir eso, midiendo específicamente el talento creativo. A partir de 1958, el psicólogo Ellis Paul Torrance administró un conjunto de pruebas, después conocidas como Torrance Tests of Creative Thinking, a escolares de Minnesota. Las tareas incluían descubrir formas inusuales de emplear un ladrillo, ofrecer ideas para mejorar un juguete e improvisar un dibujo basado en una forma dada, como un triángulo. Los investigadores evaluaron el talento creativo de cada niño viendo cuántas ideas había generado, qué tan diferentes eran de las de otros, qué tan poco comunes eran y cuántos detalles incluían. La diferencia sobre el pensamiento que caracterizó a la psicología tras la Segunda Guerra Mundial es evidente en el trabajo de Torrance. Éste sospechó que la creación estaba “al alcance de personas comunes y corrientes en la vida diaria”,27 y luego intentó modificar sus pruebas para eliminar sesgos raciales y socioeconómicos. A diferencia de Terman, no esperaba que su método predijera confiablemente resultados futuros. “Poseer un alto grado de esas aptitudes no garantiza una creatividad suma”, escribió. “Sin embargo, un alto nivel de esas aptitudes incrementa la posibilidad de que una persona sea creativa.”

      ¿Cómo operaron esas modestas expectativas en los niños de Minnesota de Torrance? La primera investigación complementaria se hizo en 1966, con chicos que habían sido estudiados en 1959. Se les pidió seleccionar a los tres compañeros que habían tenido las mejores ideas y contestar un cuestionario sobre su propio trabajo creativo. Las respuestas se compararon con los datos de siete años antes. La correlación no fue mala; ciertamente fue mejor que la de Terman. En gran medida los resultados persistían tras una segunda prueba complementaria, en 1971. Las pruebas de Torrance parecían ser un medio razonable para predecir el talento creativo.

      La hora de la verdad llegó cincuenta años después, cuando los participantes ponían fin a su trayectoria y habían demostrado la aptitud creativa que poseyeran. Los resultados fueron simples. Sesenta participantes respondieron. Ninguno de los individuos con alta puntuación había creado nada que mereciera el reconocimiento público. Muchos habían hecho cosas que Torrance y sus seguidores llamaban “logros personales” de creación, como formar un grupo de acción, construir una casa o cultivar un pasatiempo creativo. Las pruebas de Torrance habían cumplido la modesta meta de predecir quién podía tener una vida relativamente creativa; no hicieron nada para prever quién podía tener una trayectoria creativa.

      Sin proponérselo, Torrance hizo algo más. Confirmó resultados que Terman había ignorado obstinadamente: que el genio no tiene nada que ver con el talento creativo, aun si éste se define laxamente y se mide con generosidad. Torrance registró el CI de todos sus participantes. Sus resultados no mostraron ninguna correlación entre talento creativo e inteligencia general. Sea lo que Terman haya medido, no tenía nada que ver con crear, y por eso él pasó por alto a los premios Nobel, Shockley y Alvarez. Ahora podemos llamarlos genios creativos; pero si el genio creativo sólo es evidente después de la creación, genio es únicamente otra manera de decir “creativo”.

      6 ACTOS ORDINARIOS

      El argumento contra el genio es claro: hay demasiados creadores, demasiadas creaciones y muy poca predeterminación. ¿Cómo sucede la creación entonces?

      La respuesta estriba en la historia de quienes han creado cosas. Todas las historias de creación siguen una ruta. La creación es un punto de destino, consecuencia de actos que parecen insignificantes en sí mismos pero que, al acumularse, cambian el mundo. Crear es un acto ordinario y la creación su extraordinario resultado.

      ¿El caso de Edmond fue ordinario o extraordinario? Si pudiéramos retroceder en el tiempo hasta la finca de Férréol, en Reunión, en 1841, veríamos actos ordinarios: un muchacho que sigue a un hombre mayor por el huerto, una conversación sobre sandías, el chico pinchando una flor. Si volvemos a 1899, veremos un resultado extraordinario: la isla transformada, el mundo evolucionando. Conocer este resultado nos tienta a atribuir, en retrospectiva, cierta distinción a esos actos; imaginamos a Férréol despierto toda la noche lidiando con el problema de la polinización, teniendo un momento de epifanía bajo la luz de luna y a un huérfano esclavo de doce años revolucionando a Reunión y al mundo.

      Pero la creación se desprende de actos ordinarios. Edmond aprendió botánica gracias a su juvenil curiosidad y sus caminatas diarias con Férréol. Éste se mantenía al tanto de los avances en la ciencia de las plantas, como los trabajos de Charles Darwin y Konrad Sprengel. Edmond aplicó estos conocimientos a la vainilla, con la ayuda de un instrumento de bambú y sus pequeños dedos de niño. Cuando nos asomamos detrás de la cortina de la creación, encontramos personas como nosotros haciendo cosas que también nosotros podemos hacer.

      Esto no vuelve fácil la creación. La magia es instantánea, el genio un accidente de nacimiento. Quítalos y lo que queda es trabajo.

      El trabajo es el alma de la creación. Trabajo es levantarse temprano y volver tarde a casa, rechazar citas y renunciar a fines de semana, escribir y reescribir, revisar y corregir, memorizar y seguir una rutina, vencer la duda de la página en blanco, empezar cuando no se sabe por dónde y no detenerse cuando no se puede seguir. Por lo general, no es divertido, romántico ni interesante. En palabras de Paul Gallico, si queremos crear, tenemos que abrirnos las venas y sangrar.28

      No hay ningún secreto. Cuando preguntamos a los escritores por su proceso, a los científicos o a los inventores por sus métodos, de dónde sacan sus ideas, buscamos algo que no existe: un truco, receta o ritual para invocar la magia, una alternativa al trabajo. Pero no la hay. Crear es trabajo. Así de fácil y así de difícil.

      Destruido el mito, tenemos una opción. Podemos crear sin genio ni epifanía, de manera que lo único que nos detiene somos nosotros mismos. Hay un arsenal de formas de decir no a la creación. Una ya fue abordada: no es fácil, es trabajo.

      Otra es decir no tengo tiempo. Pero el tiempo


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