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Penélope, ¿pececilla o tiburón?. Lorraine CocóЧитать онлайн книгу.

Penélope, ¿pececilla o tiburón? - Lorraine Cocó


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espacio, todo blanco, más parecido a una galería de arte, con los vehículos exhibidos como auténticas joyas, a tres kilómetros por hora. Dando tiempo a que el escritor que había caminado a su lado llegase antes que ella al espacio en el que debía aparcar.

      Lo hizo sin grandes dificultades a pesar de estar tan nerviosa. En cuanto detuvo el motor lo miró, frente a ella. Él no sonrió, como lo había visto hacer en todas las contraportadas y entrevistas suyas, y aun así le pareció el hombre más guapo del planeta. No podía quedarse allí dentro, contemplándolo toda la vida, y desvió la mirada mientras se desabrochaba el cinturón y empezaba a recoger sus cosas del coche.

      —Todo va a ir bien, no te pongas nerviosa, Penélope —farfullaba para sí misma una y otra vez, entre dientes, mientras introducía su móvil, las gafas de sol y los pañuelos que estaban en el asiento del copiloto en el bolso. Y entonces oyó que la puerta de su lado se abría. La sorpresa la llevó a dar un pequeño respingo en el asiento.

      —Hola. —Escueto saludo para alguien cuya profesión era la de conjugar palabras, pensó nerviosa, hasta que vio que él le ofrecía la mano, de forma galante, para ayudarla a salir del coche.

      Inmediatamente su corazón empezó a latir a una velocidad desconocida hasta el momento. El asiento de su coche era bajo y desde su perspectiva él parecía un gigante. Estiró el brazo conteniendo el aliento. Y mientras tiraba de ella, su tacto le provocó una oleada de calor que recorrió su cuerpo con tanta rapidez que al segundo este asomó a sus mejillas. Frente a él, la sensación de pequeñez no menguó un ápice, y tuvo que alzar la vista tanto que creyó que iba a desnucarse.

      Esperó a que él dijera algo, pero no fue así. Solo la miraba con expresión indescifrable y el silencio fue tan incómodo que empezó a crisparle los nervios.

      —Encantada de conocerlo, señor Beckett, soy una gran admiradora suya —consiguió decir atropelladamente. La sonrisa salió espontánea de sus labios, pues aquello era cierto, lo admiraba tanto… Y probablemente esa era la única verdad que podría decir durante cuatro semanas.

      Llevaba fatal el tema de las mentiras. Ella no sabía mentir, no le nacía. Las pocas veces que lo había intentado en su vida le había salido el tiro por la culata. Pues terminaba por parecer tonta, incongruente y hasta desquiciada. Porque se apabullaba, empezaba a enredar palabras, tartamudeaba y pestañeaba con la rapidez del aleteo de un colibrí.

      Se dio cuenta entonces de que él no le había contestado y seguía manteniendo su mano aferrada en la palma grande y cálida, sin dejar de escrutarla con interés. Ladeó la cabeza, confusa, y tiró de la extremidad con lentitud, para soltarse. El movimiento hizo que él despertase de su propio trance.

      —Perdón, ¿nos conocemos? —inquirió y Penélope tragó saliva.

      —¿De antes? —preguntó, cambiando el peso de pierna. Se cogió las manos y negó con la cabeza, tal vez con demasiada energía—. Estoy segura de que no hemos hablado con anterioridad —repuso con rapidez.

      Y eso era innegable. Un rodeo para no tener que entrar en detalles que la llevasen a meter la pata, pero ciertamente el día anterior no habían hablado. Durante una centésima de segundo llegó a pensar que tal vez de esa forma, buscando la ambigüedad en sus contestaciones, podría salir airosa de aquella locura sin tener que mentirle.

      —¿Y visto? ¿Nos hemos visto antes? —volvió a indagar él.

      Penélope dejó salir el aire de sus pulmones con un sonido raro parecido a un quejido. Vio que él entornaba la mirada y forzó una sonrisa.

      —¡Quién sabe! —añadió, abriendo mucho los ojos al tiempo que se encogía de hombros y alzaba las manos—. Voy a muchos eventos…

      «¿Qué le pasaba a su voz?», se preguntó. Parecía poseída por una animadora.

      —Como bibliotecaria…— apuntó Beckett con cierto escepticismo.

      —Pufff… A ha… —Empezó a mover la cabeza repetidamente, en un movimiento circular entre la aceptación y la negación. Tan extraño como el del muñeco cabezón de Elvis que llevaba Zola en el salpicadero de su coche. Su meneo en bucle no pasó desapercibido para el escritor, que sacudió la cabeza, extrañado. Pasó por su lado y se dirigió al maletero de su coche, decidiendo posiblemente que ya le había dedicado demasiado tiempo. Pero entonces preguntó:

      —¿Está nerviosa?

      —Sí… sí —se apresuró a contestar, con la liberación de no tener que mentir en esa ocasión—. Es usted Frank Beckett —recalcó lo evidente.

      —Lo sé, pero no se preocupe, la última asistente que me comí va hoy camino de Europa para tomarse unas estupendas vacaciones en España a mi costa. —Iba a soltar una risita en respuesta a su comentario, pero se dio cuenta, perpleja, de que estaba a punto de sacar su maleta, de llamativos corazones de distintos tonos de rojos y rosas, del reducido maletero de su coche.

      Estaba tocando sus cosas… Frank Beckett estaba tocando sus cosas, como la había tocado a ella hacía unos minutos. El portazo que dio al cerrar el maletero la devolvió a la realidad.

      —¿Perdón? —preguntó al instante, consciente de que él le había dicho algo a lo que no había prestado atención, concentrada como estaba en su perorata mental.

      —Le preguntaba si esto es todo. —Él señaló los tres bultos que había tomado, alzando una ceja. Tal vez creyese que era poco equipaje.

      —Sí, sí, todo. No sabía muy bien qué traer porque Ingrid no me dio mucha información.

      Fue hasta él y tomó su maletín de trabajo y el bolsón de aseo. Los acomodó en su hombro y mano izquierda y fue a tomar la maleta.

      —Yo la llevo —sentenció él. Cuando vio que aferraba con fuerza el asa, ni se molestó en insistir. No creía que fuera prudente empezar aquella relación discutiendo.

      Beckett le señaló la puerta por la que debían salir de aquel lujoso garaje. Una entrada lateral que debía dar acceso directo a la casa, y lo acompañó hacia allí aprovechando los minutos para hacer un par de respiraciones tranquilizadoras. No tenía ni idea de cómo iban las cosas de momento, porque todo aquello le resultaba surrealista.

      Le habría gustado que él dijera algo, pero se mantuvo en silencio. También cuando llegaron a la puerta y vio que pulsaba un botón. Se sorprendió al comprobar que se trataba de un ascensor. Mucho más cuando las puertas se abrieron y vio que las paredes eran de cristal y que, desde el interior, se podía apreciar el lujo y elegancia de aquella mansión moderna de decoración apabullantemente blanca. Las líneas del mobiliario eran níveas, pulcras, distinguidas y exclusivas. Miró a un lado y a otro, abrumada. Nunca había estado en una casa tan lujosa. Solo había visto algo parecido en películas y programas de televisión, y era abrumador, casi tanto como saber que la presencia a su lado, a pocos centímetros de su cuerpo, era la del hombre más atractivo que hubiese visto jamás.

      Subieron una única planta que los llevó al segundo piso, y al girar sobre sus talones, con la intención de salir con rapidez de allí, chocó con el cuerpo masculino.

      —Perdón —dijo apresuradamente.

      —No importa. Lo de tener un ascensor en una casa es el invento más ostentoso e inútil de la historia. Pero a Stone le gustan estas cosas. —Cabeceó mientras aferraba el asa de la maleta y la hacía rodar al exterior. Ella lo siguió.

      —¿Stone? —preguntó sin entender.

      Él se limitó a señalar las paredes del gran pasillo, decoradas con cuadros que exponían en tamaño gigante las portadas de los libros de una de las escritoras de cabecera de Gina; Edwina Stone. Una autora de novela policiaca brillante. Llevaba tiempo queriendo ficharla para la agencia, pero no lo había logrado aún. Y ella estaba en ese momento en su casa.

      —Me presta su casa cuando vengo a la ciudad.

      —¡Qué generosa! —se oyó a sí misma decir.

      Al


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