La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos. Washington IrvingЧитать онлайн книгу.
pasos sobre el suelo escarchado bajo sus pies, temeroso de mirar por encima de su hombro, por el miedo de toparse con un ser grotesco caminando detrás de él! ¡Y cuántas veces sintió que se desmayaba al oír el soplo del viento entre los árboles, ante la idea de que era el soldado hessiano galopante en uno de sus recorridos nocturnos!
Todos estos, sin embargo, eran meros terrores de la noche, fantasmas de la mente que caminan en la oscuridad; y aunque había visto muchos espectros en su tiempo, y había sido acosado más de una vez por Satanás en diversas formas durante sus solitarias peregrinaciones, la luz del día ponía fin a todos estos males; y habría tenido una vida agradable, a pesar del Diablo y de todas sus obras, si en su camino no se hubiera cruzado un ser que causa más perplejidad al hombre mortal que todos los fantasmas, los duendes y todo tipo de brujas juntos, y eso era... una mujer.
Entre los discípulos musicales que se reunían una tarde a la semana, para recibir educación en salmodia, estaba Katrina Van Tassel, la única hija de un importante granjero holandés. Era una floreciente muchacha de dieciocho años; esponjada como una perdiz; madura y plena y rosada como uno de los melocotones de su padre, y universalmente famosa, no solo por su belleza, sino por sus vastas expectativas. Sin embargo, ella era un poco coqueta, como podría percibirse incluso en su forma de vestir, que era una mezcla de moda antigua y moderna; la más adecuada para resaltar sus encantos. Llevaba adornos de oro puro, que su tatarabuela había traído de Saardam; el tentador corsé antiguo, y unas enaguas provocativamente cortas, para mostrar el pie y el tobillo más bonitos de la región
Ichahod Crane tenía un corazón suave y dispuesto ante las mujeres, y no había que preguntarse por qué un bocado tan tentador pronto fue tan agradable a sus ojos, más especialmente después de haberla visitado en su mansión paterna. El viejo Baltus Van Tassel era la imagen perfecta de un granjero próspero, satisfecho y de corazón liberal. Rara vez, es cierto, volteó a ver o pensó más allá de los límites de su propia granja, pero ahí dentro todo era cómodo, feliz y bien acondicionado. Se sentía satisfecho con su riqueza, pero no la presumía, y se interesaba más en disfrutarla que en ser ostentoso. Su fortaleza estaba situada en las orillas del Hudson, en uno de esos rincones verdes, protegidos y fértiles en los que a los granjeros holandeses les gustaba establecerse.
Un gran olmo al pie del cual burbujeaba un manantial de las aguas más suaves y dulces que caían en un barril formando un pequeño pozo y que luego se derramaban por la hierba hacia un pequeño riachuelo que corría entre abedules y sauces enanos, extendía sus amplias ramas sobre la casa. Detrás de la casa había un gran granero, que podría haber servido como iglesia y que estaba tan atiborrado con todos los tesoros de la granja que parecía que todas las ventanas y grietas iban a estallar, el trillador resonaba intensamente en él desde la mañana hasta la noche; las golondrinas y los vencejos, trinando, sobrevolaban los aleros; una hilera de palomas, algunas con un ojo levantado, como si estuvieran viendo el clima, algunas con sus cabezas debajo de las alas o enterradas en sus pechos, y otras hinchándose, gorjeando y pavoneándose ante las hembras, disfrutaban de la luz del sol en en techo. Los limpios y rebeldes puerquitos gruñían en el reposo y la abundancia de sus corrales, de donde salían de vez en cuando grupos de lechoncitos, como para husmear el aire. Una majestuosa parvada de gansos blancos paseaba en un estanque contiguo, escoltando bandadas enteras de patos; regimientos de pavos se tragaban lo que encontraban través de la granja, y las gallinas de Guinea se preocupaban por ello, como amas de casa de mal humor, y lo demostraban con sus chillidos de enojo e irritación. Ante la puerta del granero se pavoneaba el gallo galante como un marido, guerrero y caballero fino, batiendo sus brillantes alas y cacareando con orgullo y alegría en su corazón, a veces rasgando la tierra con sus patas, y luego generosamente llamando a su siempre hambrienta familia de esposas e hijos a disfrutar del rico bocado que había descubierto.
La boca del pedagogo se hacía agua mientras observaba esta suntuosa promesa de lujosas comidas de invierno. En su mente devoradora se imaginó a cada cerdo asado corriendo con un relleno en su vientre y una manzana en su boca; las palomas acomodadas en una tarta casera cubiertas con una apetecible corteza; los gansos nadando en su propio gravy; y los patos, acomodados en pares en platos, como parejas casadas, con una buena porción de salsa de cebolla. En los cerdos vio dibujado el futuro lado perfecto del tocino y del jugoso y sabroso jamón; a los pavos los imaginó atados hacia arriba con la molleja bajo el ala y, por supuesto, un collar de sabrosas salchichas; e incluso el mismo gallo brillante yacía tendido sobre su espalda, como plato de acompañamiento, con las garras levantadas, como si pidiera compasión, lo que su espíritu caballeresco le impediría hacer mientras viviera.
Mientras el embelesado Ichabod se imaginaba todo esto, y al posar sus grandes ojos verdes sobre las voluminosas praderas, los ricos campos de trigo, de centeno, de trigo sarraceno y de maíz criollo, y los huertos cargados de fruta rojiza, que rodeaban la acogedora propiedad de Van Tassel, su corazón anhelaba a la doncella que iba a heredar estos dominios, y su imaginación se expandió con la idea de cómo todo esto podría convertirse fácilmente en efectivo, y el dinero invertido en inmensas extensiones de tierras salvajes y palacios de tejas entre la naturaleza. Es más, su atareada fantasía ya había cumplido sus esperanzas y le presentó a Katrina con una familia entera de niños, montada en la parte superior de un vagón cargado de enseres, con ollas y hervidores colgando debajo; y se vio a sí mismo montando a una yegua, con un potro pisándole los talones, rumbo a Kentucky o Tennessee ¡ o el Señor sabe a dónde!
Cuando entró en la casa, la conquista de su corazón quedó completa. Era una de esas casas de labranza espaciosas, con techos a dos aguas pero que llegan bastante abajo, construidos al estilo de los primeros colonos holandeses, cuyos aleros que sobresalen forman un pórtico que se puede usar para protegerse del mal tiempo. Bajo ellos colgaban trilladoras, arneses, varios utensilios de agricultura y redes para pescar en los ríos cercanos. Había bancos a lo largo de los lados para usarse en el verano; y una gran rueda giratoria en un extremo, y una mantequera en el otro, que mostraban los diversos usos que se le podía dar a este importante porche. Desde esta veranda, el fascinado Ichabod se adentró en la sala, que formaba el centro de la mansión, y el lugar habitual de estar. Aquí, hileras de objetos de pewter resplandecientes en un largo aparador deslumbraban sus ojos. En una esquina había una enorme bola de lana, lista para ser hilada; en otro, un montón de lino recién salido del telar; algunas mazorcas de maíz criollo y cuerdas con manzanas secas y melocotones colgaban en alegres guirnaldas a lo largo de las paredes, mezclados con el adorno de los pimientos rojos; y una puerta que estaba entreabierta le permitió una mejor vista del salón, donde las sillas con patas y las mesas de caoba oscura brillaban como espejos; los utensilios para la chimenea con sus palas, atizadores y pinzas, brillaban con su cubiertas en forma de espárragos; naranjas y caracoles artificiales decoraban la repisa de la chimenea, por encima de la cual, colgaba otra cuerda con huevos de aves de diferentes colores y un gran huevo de avestruz pendía del centro de la habitación, y un armario en la esquina, dejado abierto intencionalmente, mostraba inmensos tesoros de plata vieja y una vajilla de porcelana bien arreglada.
Desde el momento en que Ichabod puso sus ojos en estos lares del deleite, la tranquilidad de su mente se había acabado y su único interés era cómo obtener los afectos de la incomparable hija de Van Tassel. Sin embargo, en esta empresa tenía más dificultades reales que las de los caballeros andantes de antaño que rara vez tenían que enfrentar algo más que gigantes, hechiceros, dragones con fuego y adversarios semejantes, fácilmente conquistados; y después sólo tenían que atravesar las puertas de hierro y latón, y las paredes de la fortaleza del castillo, donde estaba confinada la dama de su corazón; todo esto lo hacían con la misma facilidad con que un hombre corta un pastel de Navidad y, después, como era de esperarse, la dama le otorgaba su mano. Ichabod, por el contrario, tenía que abrirse camino hasta el corazón de una dama coqueta, rodeada por un laberinto de caprichos y antojos, que siempre presentaban nuevas dificultades e impedimentos; y tuvo que enfrentarse a una multitud de temibles adversarios de verdadera carne y hueso, los numerosos admiradores rústicos, que asolaban cada puerta de su corazón, vigilantes y pendientes los unos de los otros, pero dispuestos a unirse en la causa común contra cualquier nuevo competidor.
Entre ellos, el más formidable era un apasionado corpulento y rudo galán de nombre Abraham, o, según la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt, el héroe del condado, que era conocido por sus hazañas