La primera sociedad. Scott HahnЧитать онлайн книгу.
UNA INFANCIA IDÍLICA. O, al menos, siempre he querido creerlo así.
Hace poco, mientras recorría en coche las calles que me vieron crecer en compañía de un amigo mío, iba enseñándole entusiasmado los colegios, los campos de béisbol, etc., y me imagino que aburriéndole con mis recuerdos. Pero, al ver que me seguía la corriente, continué hablándole de mis amigos de la infancia a medida que íbamos pasando por las casas en las que se criaron.
Mientras le contaba qué había sido de mis compañeros de clase, el halo de perfección en el que había envuelto mi niñez se desvaneció rápidamente. Uno se había hecho adicto al alcohol y a las drogas desde muy joven. Otro, según nos enteramos más adelante, había sufrido malos tratos. Otro se había suicidado.
Entonces recordé mi adolescencia. Pensé en lo terriblemente cerca que había estado de que los cálidos recuerdos que otros tenían de mí se enfriaran, y en lo afortunado que había sido de escapar de ese destino. Y comprendí que los problemas que persiguieron a esos chicos no surgieron de la nada. Bajo los cómodos ropajes de una vida de clase media, de puertas adentro y en el interior de unas mentes tan frágiles, se desarrollaron dramas y tragedias ocultas. No hubo que esperar mucho para cosechar los frutos decrépitos de una cultura profundamente corrompida.
Aunque esta constatación no acabó del todo con mi nostalgia, sí le puso algunas trabas. La comunidad y las relaciones que acompañaron mi infancia tuvieron muchas cosas buenas, y no hay nuevos datos ni reflexiones capaces de destruirlas. Aun así, tampoco existen épocas ni lugares tan perfectos como desearíamos desesperadamente que fueran.
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Nací el mismo mes en que la CBS estrenó Leave It to Beaver[1]. Y me gradué en el instituto el año en que se estrenó Saturday Night Live[2] en la NBC. Huelga decir que mi niñez coincidió con una etapa de cambios culturales decisivos, no muy distinta de la que vivimos en la actualidad.
A día de hoy, y debido en buena parte al éxito de las reposiciones que emite la televisión, Leave It to Beaver representa el máximo exponente de la nostalgia de la época que siguió a la segunda guerra mundial. Las cercas de madera blancas, la seguridad de las calles, la honradez de fondo de las familias y del barrio (a excepción de Eddie Haskell)...: no es difícil enamorarse de la sencilla y decorosa bondad de ese mundo. ¡Qué casualidad que Hugh Beaumont, que interpretaba a Ward Cleaver, fuese, además de actor, pastor metodista!
Sabemos, por supuesto, que aquello distaba mucho de ser un retrato global de la vida norteamericana. Mientras Ward jugaba al golf en el club de ese Mayfield ficticio, la policía de Birmingham disolvía con mangueras las concentraciones de negros de carne y hueso. Mientras June Cleaver repartía guisos perfectos en tupperwares perfectos, en Estados Unidos se comercializaba por primera vez la píldora anticonceptiva. Mientras Wally y Beaver cometían amables travesuras, se recrudecía la guerra de Vietnam y crecía una generación turbulenta. Por cada familia perfecta de 1957 había otra rota por los malos tratos, el alcoholismo o el adulterio.
Todos estos problemas no anulan la sencilla bondad que existió realmente en la sociedad americana de la posguerra: no más de lo que las constataciones acerca de mi niñez anulan la bondad real que viví. Pero, si queremos aprender del pasado, hay que verlo tal cual fue. En esta época de veloces cambios sociales y culturales, de creciente inestabilidad política y económica, no nos podemos permitir enfrentarnos con ingenuidad a las lecciones que nos ofrece la historia.
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¿A qué viene darle tantas vueltas al pasado? ¿Qué importancia tiene la nostalgia? ¿Y por qué debería preocuparnos?
La respuesta a estas preguntas coincide con los motivos que han originado este libro. No es ningún secreto que las nociones del matrimonio y la familia atraviesan una crisis generalizada. Los titulares más llamativos derivados de esta crisis son los que recogen las decisiones del Tribunal Supremo en los casos de Windsor contra U.S. y Obergefell contra Hodges, que han redefinido jurídicamente el matrimonio en todo el país. Ahora el matrimonio se define oficialmente como poco más que una unión romántica reconocida por el Estado.
Pero lo cierto es que estas leyes se han limitado a codificar una realidad cultural preexistente. La gran mayoría de norteamericanos ya veía el matrimonio como un mero contrato basado en el afecto y en el compromiso reconocido por el gobierno. Una vez que fue ganando terreno la idea del matrimonio entre personas del mismo sexo, la oposición se desvaneció tan rápidamente porque la noción generalizada del matrimonio carecía del respaldo de unos principios con los que resistirse a la innovación.
No hace falta que te recuerde los problemas de nuestra cultura del matrimonio. Basta con unas cuantas frases: el divorcio es moneda corriente; los jóvenes retrasan el matrimonio o lo evitan definitivamente; los matrimonios que no desean tener hijos están a la última; las élites mejor vistas promueven un matrimonio abierto y plural; etc., etc., etc.
Todo esto no ha sucedido de la noche a la mañana. Llevamos décadas viviendo como si esta versión hueca del matrimonio —la versión que dice que el matrimonio es una relación que se define por sí misma y está basada en las contingencias de la atracción sexual y la realización personal, con la esperanza (pero no con la expectativa) de un compromiso de por vida— fuera el amor auténtico. Eso es lo que recogen nuestras películas y nuestros programas de televisión, nuestras canciones y nuestros libros. No podemos evitarlo, igual que no podemos evitar respirar polvo. Está en nuestra atmósfera social.
Eso significa que el matrimonio entre personas del mismo sexo no es la causa, sino un síntoma. Naturalmente, este síntoma concreto, a su vez, empeorará la enfermedad latente. Los casos Windsor y Obergefell acostumbrarán a las generaciones venideras a esta noción deshidratada del matrimonio no solo en la práctica, sino con las leyes; y no solo con las leyes, sino con la propia Constitución de los Estados Unidos. (Aunque no debemos menospreciar las consecuencias derivadas de incluir el matrimonio moderno en la Constitución, tampoco deberíamos permitir que nos obsesionen. El matrimonio entre personas del mismo sexo no es el problema en sí mismo, sino que forma parte de un problema más amplio que reside en nuestra forma de entender el matrimonio).
Estamos atravesando una tormenta cultural: por eso buscamos un puerto seguro. Y, como el horizonte no parece ofrecernos ninguna tabla de salvación, es normal que volvamos los ojos al pasado: a antes de Roe contra Wade; a antes del divorcio amistoso; a antes de La mística de la feminidad; a antes de la píldora. Y desde allí, mirándonos con sus ojos sabios y cómplices, está Ward Cleaver.
Pero siento decirte que solo es un espejismo.
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La nostalgia es un sentimiento humano, y un sentimiento incluso bueno. Pero puede ponernos unas gafas de color de rosa: gafas que filtran las realidades difíciles y dolorosas y son capaces de nublar nuestra memoria. De ahí la imposibilidad de servirnos de la nostalgia como base para un análisis riguroso de nuestras circunstancias sociales y políticas actuales, o para una propuesta de futuro.
Ya he mencionado antes el lado más oscuro de la época de Leave It to Beaver en la historia de Estados Unidos. Por otra parte, una nostalgia desordenada no solo oscurece el pasado: también puede oscurecer el presente y el futuro. Es difícil ver con claridad dónde estamos o hacia dónde vamos si idealizamos dónde hemos estado.
El objeto idealizado de nuestra nostalgia puede convertirse en un punto de partida engañoso: en un falso telón blanco sobre el que proyectar nuestros problemas de hoy. Si, por ejemplo, identificamos 1957 como el momento ideal de la sociedad norteamericana, quedan descartadas de nuestro análisis todas las tendencias anteriores a ese año, por no hablar de las contracorrientes y las corrientes de fondo de la vida de 1957.
La sociedad humana no funciona así. Cualquier época tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, y cualquier época se basa en las que la han precedido y depende de ellas. Durante la revolución francesa, los revolucionarios intentaron crear un calendario que asignaba el número uno al primer año de la república. A su modo de ver, la república francesa representaba tal ruptura con el pasado que la nueva etapa iniciada en la historia de la humanidad era totalmente distinta. La historia, sin embargo, no se mostró tan complaciente, y