La primera sociedad. Scott HahnЧитать онлайн книгу.
autosostenible. De ahí el interés y el cuidado especiales que hay que dedicar al matrimonio. Sin menospreciar otro tipo de relaciones, se puede decir que no hay nada de lo que dependan tantas cosas como el matrimonio. No existe un sustituto para la unión de un hombre y una mujer como esposo y esposa.
Una sociedad en la que no se construyan relaciones de amistad sólidas y basadas en el amor se debilita. Una sociedad en la que no se construyan relaciones laborales basadas en la confianza se empobrece. Y una sociedad en la que no se construyan matrimonios va camino de extinguirse.
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El ADN es básicamente el plano de cada una de las moléculas extraordinariamente complejas que deben fabricar las células vivas. Si las células no producen determinadas moléculas orgánicas, o si las moléculas que producen son deformes o no están bien formuladas, es factible toda clase de problemas, incluida la muerte.
Así es como funciona el envenenamiento por radiación: pequeñas partículas atraviesan el cuerpo y, por el camino, colisionan con las cadenas de ADN, desbaratándolo todo. La radiación emborrona los planos, dando lugar a mutaciones, es decir, a cambios impredecibles e irreparables que se transmiten a la creación de nuevo ADN. Cuando los planos emborronados son muchos y los errores se van acumulando, el cuerpo acaba siendo incapaz de seguir funcionando.
Si la cultura es el ADN de la sociedad —de donde proceden los planos—, donde se siguen y se ejecutan las instrucciones es en el matrimonio. Pero, a diferencia de las células individuales, las parejas casadas pueden corregir los planos: pueden discernir si los cambios son positivos o peligrosos y reaccionar en consecuencia. Son las únicas capaces tanto de formar como de ejecutar el ADN de la sociedad.
La mayoría de los elementos humanos básicos de la sociedad se construye en el matrimonio. No me refiero solamente a cada hijo: como he dicho antes, el matrimonio nos permite participar del poder creador de Dios para formar y mantener tanto comunidades nuevas como individuos nuevos. Cuando el matrimonio no cumple esa función o no la cumple correctamente, sufre todo el cuerpo social.
Si los matrimonios son débiles o dejan de formarse, los padres (y especialmente las madres solas) se hallan indefensos frente al ADN cultural predominante. Sin la fuerza social y sacramental del matrimonio, es extraordinariamente difícil hacer otra cosa que no sea ejecutar las instrucciones que proporciona la cultura. Las familias se encuentran sometidas a las fluctuaciones de las tendencias y las modas. Y, por lo general, de las mutaciones dañinas del ADN se derivan otras de generación en generación.
¿Y qué ocurre cuando sí se construyen matrimonios, pero los individuos que los componen presentan malformaciones? Aunque la situación es más estable que la de una sociedad con una cultura del matrimonio débil o inexistente, las consecuencias apenas son menos peligrosas. Los matrimonios malformados se adaptarán sin pensarlo al ADN cultural. Aceptarán lo que tendrían que desechar y desecharán lo que tendrían que aceptar. Y las mutaciones dañinas seguirán sin corregirse.
El problema es que nuestra sociedad se halla invadida por una peligrosa radiación. Está por todas partes. Está dentro de nosotros. Y está alterando nuestro ADN social de una manera tan compleja (y muchas veces oculta) que no somos capaces de darnos cuenta del todo. Aun así, hemos de reaccionar de algún modo.
Los católicos, no obstante, partimos con ventaja. En la enseñanza intemporal de Cristo y de la Iglesia disponemos de un ADN inmune a cualquier radiación cultural, por potente y peligrosa que sea. Vamos a fijarnos en dos aspectos del ADN de la Iglesia para el matrimonio, la familia y la sociedad: la naturaleza trinitaria y sacramental del matrimonio.
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No «era bueno» que Adán estuviese solo. ¿Por qué? ¿Lo que preocupaba a Dios era únicamente el estado emocional de la soledad? ¿O se trataba de algo más profundo, de algo intrínseco al hombre o al mismo Dios?
Como afirma el credo atanasiano, adoramos «a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad; sin confundir las personas ni separar las sustancias». El misterio trinitario —¿cómo puede ser Dios a la vez uno y trino?— forma parte del núcleo de nuestra fe.
Al margen de todo lo que se pueda decir acerca de un misterio tan insólito, hay una cosa clara: Dios es al mismo tiempo unidad y comunidad. En Dios encontramos tanto el concepto de unicidad como el concepto de unión. Y, además, ambos conceptos no se contradicen ni rivalizan entre ellos, sino que se complementan y se completan el uno al otro.
Por eso «no era buena» la soledad de Adán. No es solo que estuviera emocionalmente incompleto: estaba incompleto en su condición de criatura hecha a semejanza de Dios. Estar realmente hecho a imagen de Dios implica ser un individuo en una comunidad.
Y el matrimonio, como hemos dicho, constituye la primera comunidad humana. Es el modo fundamental de participar de la esencia trinitaria de Dios. Eso no significa que los sacerdotes y religiosos célibes y los solteros no sean reflejo terrenal de la Trinidad: todos somos miembros de una u otra comunidad, sea secular o religiosa, en la que se materializa nuestra orientación natural a unirnos a otros.
El matrimonio, no obstante, lleva a cabo esa unión de un modo especial y único: en «una sola carne». No hay ninguna otra frase en las Escrituras que exprese una unidad-en-comunidad tan radical aplicada a los seres humanos. La capacidad del matrimonio de engendrar hijos completa la analogía trinitaria: la madre, el padre y el hijo.
¿Y qué es lo que sostiene la familia? El amor mutuo entre todos sus miembros. Cuando lo demás falla —cuando escasean los medios económicos, cuando enloquecen las hormonas de la adolescencia, cuando se calientan los ánimos—, el amor mutuo conserva esa unidad-en-comunidad.
Es ese amor mutuo, quizá por encima de cualquier otra cosa, el que refleja la esencia de Dios. Con convicción y con fe, afirmamos que «Dios es amor». Pero el amor requiere un sujeto y un objeto: alguien que da y alguien que recibe. Es evidente que el amor de Dios se ha derramado sobre nosotros, la cima de su creación: eso justifica la afirmación «Dios ama», pero no explica del todo la afirmación más honda de que Dios es amor.
Podemos decir que Dios es amor porque es, en sí mismo, tanto el sujeto como el objeto del amor. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —cada uno de los cuales es plenamente Dios— viven una relación eterna de amor entre ellos. Este permanente don de sí mismo hace que Dios sea quien es. Y eso es lo que el matrimonio, de un modo imperfecto pero espléndido, refleja en este mundo.
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Muchas generaciones antes de que Jesucristo fundara la Iglesia católica, Dios Padre mostró la naturaleza sacramental del matrimonio en la relación de Adán y Eva. La unión del hombre y la mujer como esposo y esposa fue bendecida de un modo especial por Dios desde el principio.
La palabra «sacramento» procede del término latino sacramentum, que significa «vínculo» o «juramento». A lo largo de la Escritura, el juramento —la promesa hecha en el nombre de Dios— aparece una y otra vez como elemento esencial de las alianzas. De hecho, cuando más adelante en el Antiguo Testamento un ángel de Dios anuncia la alianza con Abrahán, declara que el Señor está haciendo un juramento en su propio nombre (Gn 22, 16-18).
¿Y qué queremos decir con la palabra «alianza»? Quizá nos sirva de ayuda establecer una comparación entre dicho concepto y el de «contrato», con el que se suele confundir fácilmente. Por lo general, un contrato establece en qué términos se entrega, se recibe o se comparte determinado aspecto de nosotros mismos: una propiedad, unos bienes, el trabajo, etc. La alianza, por su parte, establece en qué términos se une a otro todo nuestro yo. La alianza añade algo tan importante al contrato que este se convierte en algo real y sustancialmente diferente.
«Alianza» es, por lo tanto, la única palabra válida para definir la relación entre Dios y la humanidad. No somos propiedad suya: somos sus hijos e hijas adoptivos. Los contratos crean acuerdos de propiedad temporales y contingentes, mientras que las alianzas crean vínculos familiares permanentes.
La relación entre Adán y Eva y de ambos con el Señor poseía todos los rasgos distintivos de una alianza sellada con un juramento: de un sacramentum. Los dos primeros seres humanos no eran