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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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llegado a las cinco en punto, como quedó convenido ayer -respondí en voz alta y con una irritación que hacía prever un próximo estallido.

      -¿Es que no le avisaste de que habíamos cambiado la hora? -preguntó Trudoliubov a Simonov.

      -No. Se me olvidó -repuso éste, aunque sin mostrar ningún pesar. Luego, sin excusarse ante mí salió para dar las órdenes pertinentes.

      -¿Conque hace ya una hora que está usted aquí? ¡Pobre chico! -exclamó burlonamente Zverkov, pues, para su modo de ser, aquello era sumamente divertido.

      E inmediatamente, siguiendo su ejemplo, el miserable Ferfitchkin soltó una de sus risotadas repelentes, agudas y temblorosas. Me pareció un perro. Y él me consideró a mí como un ser ridículo.

      -¡No veo nada de risible en eso! -dije, cada vez más irritado, a Ferfitchkin -. La culpa es de ellos, no mía. No me avisaron. Es… incomprensible.

      -Incomprensible es poco -rezongó Trudoliubov tomando ingenuamente mi defensa-. Es usted demasiado indulgente. Ha sido una verdadera grosería, aunque no premeditada… ¿Cómo es posible que Simonov…? ¡Hum.

      -Si a mí me hubiesen hecho una jugada así -comentó Ferfitchkin-, habría…

      -Habría pedido algo al camarero -le interrumpió Zverkov-. O se habría puesto a comer sin esperamos.

      -También yo habría podido hacerlo sin autorización de ustedes, reconózcanlo -declaré en un tono tajante-. Si los he esperado ha sido porque…

      -¡A la mesa, señores! -exclamó Simonov, entrando–. Todo está listo. Garantizo champán. Está helado. No conozco su dirección. ¿Cómo podía avisarle? -me dijo volviéndose de pronto hacia mí pero sin mirarme.

      Evidentemente t enía algo contra mí, ya que estaba pensando en el asunto desde el día anterior.

      Nos sentamos. La mesa era redonda. Tenía a mi izquierda a Trudoliubov, y a mi derecha a Simonov. Zverkov estaba frente a mí, y Ferfitchkin, entre él y Trudoliubov.

      -Dígame: ¿está usted en el ministerio? -me preguntó Zverkov, que, como ven, seguía dedicándome su atención.

      Viéndome confuso, consideraba que era necesario mostrarse sociable conmigo y levantar mi ánimo. «Por lo visto quiere que le lance una botella a la cabeza», me dije, sintiendo que el furor se apoderaba de mí. Me irritaba con gran rapidez, sin duda a causa de mi falta de costumbre de alternar con las personas.

      -Sí, pertenezco a la cancillería -respondí con voz ronca.

      -Y… ¿ve usted alguna ventaja en ese empleo? Dígame: ¿por qué dejó sus anteriores ocupaciones.

      -Porque estaba harto, sencillamente. Arrastraba las palabras mucho más que él. Apenas podía dominarme. Ferfitchkin se dedicó de lleno a su plato. Simonov me lanzó una mirada irónica. Trudoliubov dejó de comer y me miró fijamente, con curiosidad.

      Zverkov tuvo un ligero sobresalto, pero fingió no darse cuenta de nada.

      -¿Y los honorarios, qué? -¿Qué honorarios? -Su sueldo.

      -Esto parece un examen.

      Sin embargo, le dije lo que ganaba. Me sentía sonrojado hasta las orejas.

      -No es una fortuna -comentó gravemente Zverkov.

      -Desde luego, no podrá comer en restaurantes -remachó insolentemente Ferfitchkin.

      -A mi juicio, ese sueldo es, sencillamente, una miseria -dijo, muy serio Trudoliubov.

      -¡Y cómo ha enflaquecido usted, cómo ha cambiado desde entonces! -exclamó Zverkov, esta vez sin malicia, con una especie de compasión insolente y examinándonos a mí y a mi traje.

      -¡Basta ya! Lo han confundido -dijo, burlón, Ferfitchkin.

      -Sepa usted, señor, que no estoy confuso ni mucho menos -estallé al fin -. ¿Me oye? Como en el restaurante pagando de mi bolsillo, de mi propio bolsillo, téngalo en cuenta, señor Ferfitchkin, y no con dinero ajeno.

      -¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? ¿Quién no come aquí pagando de su bolsillo? Furioso, rojo como una langosta, Ferfitchkin me miró fijamente a los ojos.

      -Lo he dicho por decir algo. -Comprendía que había ido demasiado lejos-. Por lo demás, creo que sería mejor hablar de cosas propias de personas inteligentes.

      -¿Quiere usted deslumbramos con su inteligencia? -No se inquiete. En esta ocasión, tal intento sería completamente inútil.

      -Pero ¿qué le pasa a usted? ¿A qué viene ese modo de gruñir? ¿Acaso lo ha vuelto loco su cancillería.

      -¡Basta, señores, basta! -exclamó Zverkov con vozautoritaria.

      -¡Cuánta tontería! -rezongó Simonov

      -En efecto, todo esto es estúpido -dijo Trudoliubov dirigiéndose sólo a mí y en el tono más grosero. Esto es una reunión de amigos para despedir a un buen camarada y empieza usted a disputar. Fue usted quien solicitó formar parte del grupo. No rompa, pues, la buena armonía.

      -¡Basta, basta! -gritó Zverkov- ¡Cálmense señores! Esto no está ni medio bien. En vez de discutir, escuchen: voy a contarles cómo estuve a punto de casarme anteayer.

      Y Zverkov empezó a referir una aventura imbécil. Naturalmente, no se trataba de ningún casamiento, sino de un pretexto para citar generales, coroneles e incluso gentiles hombres de cámara, entre los que Zverkov desempeñaba casi siempre el papel principal. Los oyentes estallaban en risas de aprobación; Ferfitchkin incluso profería gemidos.

      Todos me habían olvidado, y yo estaba solo, humillado, aplastado.

      «¡Dios mío! -pensaba-. ¿Cómo puede convenirme esta compañía? ¡Qué papel tan estúpido acabo de hacer ante esta gente.

      He consentido demasiado a Ferfitchkin. Los muy imbéciles creen que me han hecho un gran honor al admitirme en su mesa, y no piensan que soy yo, sí, yo, quien les hago honor a ellos… ¡He adelgazado!… ¡Y este traje!… ¡Malditos pantalones! Zverkov ha vis to inmediatamente la mancha amarilla de la rodillera. Aquí no hay más solución que levantarse de la mesa, coger el sombrero y salir sin decir palabra. Así les demostraré mi desprecio. Estoy dispuesto a batirme en duelo mañana. ¡Los muy cobardes! No lo siento por los siete rublos, como ellos deben creer. ¡Que el diablo se los lleve! No, no lo siento por los siete rublos! ¡Bueno, me voy!.

      Naturalmente, no me fui.

      Para ahogar mi pena, bebía grandes vasos de Laffite y Jerez, y como no estaba acostumbrado a la bebida, me embriagué rápidamente. Mi irritación crecía. De pronto, me dije que no me iría hasta haberlos insultado con la mayor insolencia. Elegiría el momento propicio y les demostraría lo que valgo. Después dirían: «¡Es ridículo, pero tan inteligente!…». y los volví a mandar al diablo.

      Lancé por toda la mesa una mirada circular, con expresión insolente y turbia. Pero ellos parecían haberme olvidado por completo. Chez eux, había ruido y alegría. Zverkov seguía perorando. Presté atención. Hablaba de cierta hermosa dama que le había declarado su amor, de tal modo la había cautivado (naturalmente, mentía como un cazador). y explicó que en su aventura le había ayudado uno de sus amigos íntimos, un joven príncipe, el húsar Kolia, dueño de tres mil siervos.

      -Sin embargo, ese húsar que posee tres mil almas no está aquí; no ha venido a despedirle.

      Estas palabras lanzadas en medio de la conversación general, provocaron un largo silencio.

      -Está usted completamente borracho -dijo Trudoliubov, dignándose al fin a mirarme y haciéndolo


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