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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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levantó su copa; los demás, excepto yo, siguieron su ejemplo.

      -¡A tu salud, y para que tengas un feliz viaje! -dijo a Zverkov-. ¡En recuerdo de nuestros años de estudio, amigos, y por nuestro porvenir! ¡Hurra.

      Todos bebieron y corrieron hacia Zverkov para abrazarlo. Yo me quedé en mi asiento. Mi copa seguía llena ante mí.

      -¿Y usted? ¿Es que no va a beber? -aulló Trudoliubov volviéndose hacia mí con un gesto de amenaza.

      -Quiero decir unas palabras, señor Trudoliubov. Luego beberé…

      -¡Maldito sarnoso! -murmuró Simonov para sí.

      Me puse en pie y levanté mi copa. Tenía fiebre. Me disponía a hacer algo extraordinario, aunque no sabía lo que iba a decir.

      -¡Silencio! -exclamó Ferfitchkin-. Al fin vamos a oír cosas inteligentes.

      Zverkov esperaba, muy serio: sabía lo que iba a ocurrir.

      -Señor teniente Zverkov –comencé-, sepa que detesto las frases bonitas y los uniformes ceñidos al talle. Éste es el primer punto. Vamos con el segundo.

      Vi que todos se agitaban en sus asientos.

      -Segundo punto: detesto a los que frecuentan los cotillones. Tercer punto: soy partidario de la verdad, la sinceridad, la honradez. -Hablaba maquinalmente, petrificado de horror, no comprendiendo cómo me atrevía a expresarme así-. Me inclino ante el pensamiento, señor Zverkov, ante la verdadera camaradería, en pie de igualdad… Bueno, pero esto no impide que también yo beba a su salud, señor Zverkov. Seduzca a las jóvenes circasianas, mate a los enemigos de la patria, y… ¡a su salud, señor Zverkov.

      Zverkov se levantó, me hizo una inclinación de cabeza y respondió:

      -Le estoy muy agradecido.. , Se sentía profundamente ofendido. Incluso palideció. -¡Que se vaya al diablo! -aulló Trudoliubov dando un fuerte puñetazo en la mesa.

      -¡Hay que partirle la cabeza! -gritó Ferfitchkin con su penetrante voz.

      -¡Debemos echarlo! -gruñó Simonov. -¡Ni una palabra, señores, ni un gesto! -exclamó solemnemente Zverkov, calmando el furor general-. Les doy las gracias a todos, pero yo mismo probaré a este caballero el valor que concedo a sus palabras.

      -Señor Ferfitchkin -dije con acento teatral hacia él-. Mañana mismo me dará usted una satisfacción por las palabras que ha pronunciado hace un momento.

      -¿Un duelo? -exclamó-. ¡Encantado.

      Pero sin duda, estaba tan grotesco cuando desafié a Ferfitchkin, y el contraste de mis palabras con mi aspecto era tan extraordinario, que todos, incluyendo a Ferfitchkin, lanzaron una carcajada mientras se agitaban en sus asientos.

      -En fin, déjenlo. Está borracho perdido -dijo Trudoliubov con una mueca de disgusto.

      -Nunca me perdonaré haber consentido que viniera -rezongó Simonov.

      «Ha llegado el mo mento de arrojarles una botella a la cabeza», pensé asiendo una botella que no estaba vacía… Pero lo que hice fue llenar de nuevo mi vaso.

      «No -les dije con el pensamiento–. Me quedaré hasta el fin. Ustedes se alegrarían de que los librara de mi presencia. ¡Pero no lo haré por nada en el mundo! Me quedaré y continuaré bebiendo para hacerles comprender claramente que no doy a esto ninguna importancia. Me quedaré y beberé, porque estamos en el restaurante y he pagado mi parte. Me quedaré y seguiré bebiendo, porque para mí son ustedes simples muñecos. Es más, considero que no existen. Beberé. Cantaré si se me antoja. Sí, cantaré; tengo perfecto derecho a cantar....

      Pero no canté. Mi única preocupación era no mirarlos. Adoptaba un aire desenvuelto y esperaba con impaciencia a que me dirigieran la palabra. Pero, ¡ay!, no me hablaban. Y, sin embargo, ¡cómo habría querido reconciliarme con ellos en aquel instante! Dieron las ocho, luego las nueve. Se levantaron de la mesa y se instalaron en el diván. Zverkov se recostó en busca de una butaca y puso los pies en un velador.

      Colocaron a su alcance tres botellas y vasos. Zverkov había ofrecido a sus amigos tres botellas de champán. A mí, naturalmente, no me invitaron. Todos se reunieron alrededor de Zverkov. Lo escuchaban con veneración. Era evidente que lo apreciaban. ¿Por qué? ¿Por qué?, me preguntaba. A veces, en los arrebatos de su embriaguez, cambiaban besos. Hablaban del Cáucaso, de la verdadera pasión, de las ventajas del servicio militar, de los ingresos del húsar Podaryevsky, a quien ninguno de ellos conocía, y se alegraban visiblemente de que aquellos ingresos fuesen importantes. Hablaron también de la gracia y de la belleza de la princesa D…, a quien tampoco conocían, pues ni siquiera la habían visto una sola vez. Al fin le tocó el turno a Shakespeare, al que declararon inmortal.

      Yo sonreía con desprecio, yendo de la mesa a la chimenea y de la chimenea a la mesa, a lo largo de la pared frontera al diván. Quería demostrarles que podía pasar perfectamente sin ellos. Sin embargo, al andar martilleaba intencionadamente el suelo con los tacones. Pero todo fue inútil. No me prestaban la menor atención. Tuve la paciencia de estar yendo y viniendo entre la mesa y la chimenea desde las ocho hasta las once. «Paseo porque se me antoja, y nadie puede prohibírmelo.»El camarero que nos servía se detuvo varias veces para mirarme con curiosidad. La cabeza me daba vueltas, y creo que, en ocasiones, incluso deliré. Tres veces me cubrí por completo de sudor en el curso de aquellas tres horas, y tres veces volví a quedar enteramente seco.

      En ciertos instantes me sentía traspasado cruelmente por el amargo pensamiento de que me acordaría siempre, con un sentimiento de disgusto y humillación, transcurridos diez años, transcurridos cuarenta, de aquellos minutos que fueron los más innobles, los más ridículos, los más horribles de mi vida. Verdaderamente, era imposible una autohumillación más pérfida y más deliberada. Me daba perfecta cuenta de ello, pero proseguía mis paseos entre la mesa y la chimenea. «¡Si supierais, por lo menos, de qué sentimientos, de qué pensamientos soy capaz! ¡Si supierais lo inteligente que soy!», pensaba yo a veces, dirigiéndome mentalmente a mis enemigos instalados en el diván. Pero éstos se conducían exa ctamente como si yo no existiese. Sólo una vez se volvieron hacia mí. Fue cuando Zverkov empezó a hablar de Shakespeare, y yo lancé una carcajada despectiva. Mi risa fue tan falsa, tan ruin, que ellos interrumpieron repentinamente su conversación y estuvieron siguiendo durante un par de minutos, con tanta seriedad como curiosidad, mis paseos a lo largo de la pared sin prestarles la menor atención. Pero no conseguí nada; no me dirigieron la palabra, y, dos minutos después, me habían olvidado de nuevo. Dieron las once.

      -¡Señores! -exclamó Zverkov levantándose- ¡Ahora vamos todos la has!

      -¡Eso, eso! -aprobaron los demás. Me volví repentinamente hacia Zverkov. Me sentía abrumado, aplastado hasta el punto de estar dispuesto a todo, incluso a matarme, para poner fin a aquella situación. Tenía fiebre, el pelo, empapado en sudor, se me pegaba a la frente, a las sienes.

      -Zverkov, le ruego que me perdone -dije resueltamente-. También a usted, Ferfitchkin, y a todos, pues a todos los he ofendido.

      -¡Vaya! Por lo visto, tiene miedo a batirse -dijo Ferfitchkin con su pérfida vocecita.

      Sentí un mazazo en el corazón. -No, no temo al duelo. Estoy dispuesto a batirme con usted mañana, incluso si nos reconciliamos. Es más, deseo que se lleve a cabo el desafío. No me niegue usted ese favor. Quiero probarle que el duelo no me da miedo. Usted tirará primero. Después, yo dispararé al aire.

      -Por lo visto, esto le divierte –comentó Simonov.

      -¡Cuánta tontería! -exclamó Trudoliubov.

      -¡Bueno, apártese de una vez! No nos deja pasar… En definitiva, ¿qué quiere usted? -preguntó Zverkov, despectivo.

      Todos tenían el


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