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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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de un sótano, donde sólo habrá humedad y tinieblas. ¿En qué pensarás cuando estés allí, tendida, sola? Y, ya muerta al fin, manos extrañas te amortajarán a toda prisa, con impaciencia, lanzando juramentos. Nadie pensará en ti suspirando, nadie acudirá a tu lado para bendecir tu cuerpo. Sólo pensarán en librarse de ti lo antes posible. Comprarán un burdo ataúd y se te llevarán como se llevaron a aquella desgraciada. Y luego irán a echar un trago en memoria tuya. La fosa estará llena de barro, de nieve derretida. Pero para ti no hay contemplaciones. "¡Ven, Vania: la bajaremos por aquí! ¡Es su sitio! Pero también por aquí baja patas arriba… ¡Sujeta bien las cuerdas, animal! ¡Ahora va bien! Pero ¿no ves que la has puesto de costado? Al fin y al cabo, era un ser humano. Bueno, no importa: cúbrela ya de tierra." Ni siquiera querrán disputar sobre ti. Te cubrirán lo antes posible de una capa de tierra fangosa y se irán a la taberna. Así terminarás. Después, nadie se acordará de ti. Junto a las demás tumbas hay hijos, padres, esposos, pero junto a la tuya, ni una lágrima, ni un suspiro. Y nadie, absolutamente nadie, se acercará jamás a tus restos. Tu nombre desaparecerá de la superficie de la tierra como si no hubieses existido nunca, como si ni siquiera hubieras nacido. Lodo, pantanos… Golpea cuanto quieras la tapa de tu ataúd por la noche, a la hora en que se levantan los muertos. "¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero ver la luz! He vivido sin vivir; mi vida ha sido una alfombra para los pies de los hombres. La devoraron y terminó en la plaza del Heno. ¡Dejadme salir, buena gente! ¡Quiero volver a vivir!"

      Estaba exaltado, mi garganta se contraía en sacudidas espasmódicas. De pronto, me detuve, inquieto; me incorporé en la cama, incliné la cabeza con el corazón palpitante de temor y agucé el oído: había motivo más que suficiente para sentirse intranquilo.

      Yo sospechaba desde hacía unos momentos que había trastornado su alma y destrozado su corazón, pero cuanto más seguro estaba de ello, mayor era mi deseo de obtener una victoria rápida y completa. Este juego me arrastraba. pero no era únicamente un juego…

      Me daba perfecta cuenta de que estaba hablando sin espontaneidad, tediosamente, en un estilo literario. Pero esto no me importaba. Tenía la seguridad de que ella me comprendía y de que mi estilo literario era para mí una gran ayuda en aquel momento. Pero cuando hube logrado mi propósito, tuve miedo.

      Nunca, nunca fui testigo de una desesperación tan profunda. Lisa tenía la cara hundida en la almohada, a la que estrechaba entre sus brazos. El llanto desgarraba su pecho. Todo su joven cuerpo temblaba, convulso. Los sollozos que se amasaban en su garganta y que la ahogaban, se convertían de pronto en gritos, en ladridos. Entonces hundía aún más la cabeza en la almohada: no quería que nadie de aquella casa supiera que lloraba y sufría. Mordía la almohada, y una vez se mordió el brazo hasta hacerse sangre, como comprobé luego. Otra vez introdujo los dedos en su dispersa cabellera y permaneció inmóvil, en un esfuerzo atroz, conteniendo la respiración, apretando los dientes.

      Me dispuse a decirle algo, a pedirle que se calmara, pero advertí que no tenía valor para hablarle, y de pronto, presa de pánico, me levanté, a fin de vestirme a tientas y huir. La oscuridad era completa. Mis esfuerzos por ir de prisa eran inútiles. En esto, mi mano tropezó con una caja de cerillas y un candelero con una vela entera. Apenas la encendí, Lisa se sentó de un salto en la cama. Tenía el rostro contraído y me miró con sonrisa de loca, con un gesto de extravío. Me senté a su lado y me apoderé de sus manos. Entonces volvió en sí, se lanzó sobre mí, fue a rodearme con sus brazos, pero no se atrevió y bajó lentamente la cabeza.

      -Lisa, amiga mía, me he equivocado… Perdóname -empecé a decir.

      Pero ella apretó tan fuertemente mis manos con las suyas, que comprendí que estaba diciendo algo inconveniente, y me callé.

      -Aquí tienes mi dirección, Lisa. Ven a verme.

      -Iré -murmuró la joven resueltamente, pero sin levantar la cabeza.

      -Ahora me voy. ¡Adiós! ¡Hasta la vista.

      Me levanté. Lisa se levantó también. Luego, de pronto, se sonrojó, tuvo un sobresalto, se apoderó de una pañoleta que había en una silla y se cubrió con ella los hombros y el cuello hasta la barbilla. Hecho esto, tuvo una sonrisa forzada, volvió a enrojecer y me miró extrañamente. Esto me inquietó. Me urgía salir de allí, desaparecer.

      -Espere un momento -me dijo Lisa de pronto en la antecámara, ya cerca de la puerta, reteniéndome por el borde de la capa.

      Dejó la bujía y salió corriendo. Indudablemente había olvidado algo que quería mostrarme. Su cara era de un matiz sonrosado, le brillaban los ojos, sonreía. ¿Qué me quería enseñar? Esperé. Volvió al cabo de un minuto. Su mi rada parecía excusarse. Su semblante era distinto. En sus ojos no había ya aquella expresión sombría suspicaz y obstinada; ahora su mirada era dulce, implorante, y también confiada, acariciadora y tímida. Miraba como miran los niños a aquellos a quienes quieren y a los que piden algo. Sus ojos, de un castaño claro, eran hermosos, vivos y sabían expresar tanto el amor como el odio.

      Juzgando inútil explicarme nada, como si yo fuera un ser superior, capaz de comprenderlo todo sin explicaciones, me tendió un plieguecillo de papel. Todo su rostro se iluminó en aquel instante con una alegría ingenua, casi infantil. Tomé el papel. Era una carta dirigida a ella por un estudiante de Medicina: una declaración de amor, solemne, florida y extremadamente respetuosa.

      He olvidado las frases, pero recuerdo perfectamente que bajo el estilo ampuloso, sentí palpitar un sentimiento tan lleno de sinceridad, que no cabía pensar en la ficción. Cuando hube terminado la lectura, vi clavada en mí la mirada de Lisa, una mirada ardiente impaciente y curiosa como la de un niño. Sus ojos estaban fijos en los míos; Lisa esperaba con avidez mi opinión sobre la carta. Breve y apresuradamente, pero con una especie de gozoso orgullo, Lisa, me explicó que la habían invitado a una velada en casa de una familia respetable que «no sabía nada, absolutament rien» (porque no hacía mucho tiempo que había llegado, sólo para explorar, y estaba decidida a no quedarse, pues en cuanto hubiese pagado su deuda se iría). Y el estudiante fue también a esa velada; fue su pareja en todos los bailes y resultó que ya se habían conocido en Riga, cuando los dos eran niños aún, y que habían jugado juntos. ¡Pero hacía tanto tiempo de aquello! Él conocía también a los padres de Lisa. Pero no sabía nada de su situación, absolutamente nada, y no tenía la menor sospecha sobre este punto. Y he aquí que al día siguiente (hacía tres días) le había enviado aquella carta por conducto de una amiga que había ido con ella a la velada. «Y… bueno, esto es todo..

      Cuando terminó su relato, bajó confusa, sus centelleantes ojos.

      La pobre conservaba aquella carta como un objeto precioso -el único que poseía- y me lo había enseñado para que yo, antes de marcharme supiera que se la podía querer honradamente, sinceramente, y que se le podía escribir en tono respetuoso. Desde luego, el destino de aquella carta era permanecer guardada como un recuerdo y ninguna otra la seguiría. Pero esto poco importa: estoy seguro de que la conservó toda su vida como una joya. Era su orgullo, su justificación. Lisa se había acordado de su tesoro improviso y me lo había mostrado con ingenuo orgullo, para recobrar mi estimación, para que la felicitara. Pero no le dije nada; le estreché la mano y me fui. ¡Tenía tantas ganas de marcharme.

      Volví a casa a pie, aunque la nieve seguía cayendo en grandes copos. Sufría, me sentía aniquilado y confundido. Pero, a través de esta confusión, entreveía ya la verdad…, una verdad sumamente desagradable.

      VIII

      Pero no admití inmediatamente esta verdad. Al despertarme al día siguiente, tras un sueño profundo de varia horas, repasé mentalmente los acontecimientos de la jornada anterior, y me asombré de mi arrebato de sentimentalismo ante Lisa, de las cosas atroces y lastimeras que había dicho. «¿Cómo se puede perder el domin io de lo nervios hasta ese punto? ¡Es lamentable…! No debí darle mi dirección. ¿Qué haré si viene? y vendrá, no cabe duda....

      Pero évidemment esto no tenía importancia en aquel momento. Lo importante


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