1984. George OrwellЧитать онлайн книгу.
una persona a quien se daba por muerta desde tiempo atrás, reaparecía de pronto, como un fantasma, en algún juicio público, donde luego de comprometer con sus declaraciones a cientos de personas, volvía a desaparecer, esta vez para siempre. Sin embargo, Withers ya era una impersona. Ya no existía ni jamás había existido. Winston pensó que no sería suficiente con invertir simplemente los conceptos expresados por el Gran Hermano en su discurso. Sería mejor que su texto no mencionara en absoluto el tema original.
Podría convertir el discurso en una de las habituales denuncias de traidores e ideadelincuentes, pero eso hubiera sido demasiado obvio; mientras que inventar una victoria en el frente, o superar la producción del Noveno Plan Trienal, habría complicado demasiado los registros. Lo que se imponía era un tema que fuera pura fantasía. De pronto saltó a su mente, como hecho de medida, el recuerdo de cierto camarada Ogilvy, que poco tiempo atrás había muerto en el campo de batalla, en circunstancias heroicas. En ciertas ocasiones, el Gran Hermano dedicaba su Orden del Día para exaltar a algún modesto afiliado al Partido, cuya vida y cuya muerte presentaba como ejemplo digno de seguir. En ese caso celebrarían al camarada
Ogilvy. Claro que el tal Ogilvy jamás había existido en la vida real, pero unos cuantos renglones impresos y un par de fotografías falsas bastarían para darle vida.
Winston lo pensó un rato, después acercó el hablaescribe y se puso a dictar en el estilo peculiar del Gran Hermano, estilo a la vez marcial y pedante, fácil de imitar, porque se reducía a formularse preguntas y a responderlas uno mismo. ("¿Qué enseñanzas obtenemos de todo esto, camaradas? La enseñanza —que es también uno de los principios fundamentales de Socing— de que..., etcétera".)
A los tres años de edad, el camarada Ogilvy sólo aceptaba como juguetes un tambor, una ametralladora y un modelo de helicóptero. A los seis —un año antes de la edad reglamentaria, por un permiso especial— se incorporó a los Espías y a los nueve ya era jefe de pelotón. Cumplidos los once, delató a un tío suyo a la Policía del Pensamiento por haberle escuchado ciertas palabras consideradas como de tendencia delictuosa.
A los diecisiete, organizó en su barrio la Liga Anti-Sexo Juvenil. A los diecinueve, inventó una granada de mano, aceptada luego por el Ministerio de la Paz, y que al ser probada por primera vez, causó la muerte de treinta prisioneros de Eurasia con una sola explosión. A los veintitrés, perdía la vida en combate. Perseguido por los aviones a chorro del enemigo mientras volaba sobre el Océano índico con mensajes muy importantes, lastró su cuerpo con una ametralladora y se arrojó desde su helicóptero al mar, con mensajes y todo; un final —aseguraba el Gran Hermano—, que era como para despertar la envidia de todos. El Gran Hermano agregó algunos comentarios sobre la pureza y la rectitud de la vida del camarada Ogilvy. No fumaba ni bebía alcohol; no conocía otras diversiones que una hora diaria en el gimnasio, y había formulado voto de celibato, por creer que el matrimonio y las cargas del hogar eran incompatibles con el cumplimiento del deber las veinticuatro horas del día. Sólo hablaba de los postulados del Socing, y su objetivo en la vida era la derrota del enemigo de Eurasia y la persecución implacable de espías, saboteadores, ideadelincuentes y traidores en general.
Winston sopesó si convenía o no conferir al camarada Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo. Al fin resolvió no otorgársela, debido a las referencias innecesarias que eso conllevaba.
De nuevo echó una mirada en dirección a su rival del cubículo de enfrente. Algo pareció decirle que, sin duda alguna, Tillotson trabajaba en lo mismo que él. No había modo de saber cuál de los dos trabajos sería aceptado, pero Winston tenía la profunda convicción de que sería el suyo. El camarada Ogilvy, que hacía un momento no existía ni en la imaginación, era ya una realidad. Le pareció curioso que fuera posible crear hombres muertos, pero no seres vivientes. El camarada Ogilvy, que nunca existió en el presente, existía ahora en el pasado y, una vez olvidada la falsedad preparada, existiría con los mismos trazos auténticos y con base en la misma evidencia que Carlomagno o Julio César.
V
En el comedor de techo bajo, a muchos metros de profundidad, avanzaba lentamente la fila para tomar el almuerzo. La sala ya estaba llena y el ruido era ensordecedor. De la parrilla en un mostrador llegaba el vapor de la carne cocida con un tufo acre a metal que no conseguía, sin embargo, disipar el olor a Ginebra Victoria. En un extremo del salón había un bar, o mejor dicho, un simple hueco en la pared, donde por diez centavos se obtenía un generoso trago.
—A ti te andaba buscando —oyó Winston que decía alguien a sus espaldas.
Se dio la vuelta. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigación. Tal vez "amigo" no fuera el término adecuado. En esa época sólo había camaradas; pero entre estos últimos había algunos cuyo trato era más agradable que el de los demás. Syme era filólogo, especializado en Neolengua. En realidad, participaba en un enorme equipo de expertos encargado de compilar la undécima edición del diccionario de Neolengua. Delgado, aún más bajo que Winston, tenía cabellos negros y largos, unos ojos saltones que miraban melancólicos y burlones a la vez, como queriendo penetrar en el fuero interno del interlocutor.
Quería preguntarte si te sobran algunas navajas de afeitar —dijo Syme.
—¡Ni una sola! —contestó Winston, con una especie de prisa culpable—. Las he buscado por todas partes, pero ya no hay.
Todos andaban tras las navajas de afeitar. En realidad, Winston tenía dos sin usar, pero las atesoraba. Desde hacía varios meses escaseaban las dichosas navajas. En ciertos momentos, había artículos que era imposible obtener en las tiendas del Partido. A veces eran botones; otras, lana de zurcir; a veces, cordones para zapatos; en la actualidad, eran las navajas de afeitar. Sólo era posible conseguirlas en el mercado "libre" forma más o menos clandestina.
—Hace mes y medio que vengo usando la misma hoja —mintió Winston.
La fila avanzó un paso más. Al hacer alto, se volvió de nuevo Winston hacia Syme. Cada uno tomó una bandeja de metal de aspecto grasiento de una pila que había en un extremo del mostrador.
—¿Fuiste ayer a ver ahorcar a los prisioneros? —preguntó Syme.
—Estuve muy ocupado —respondió Winston, con indiferencia—. Ya lo veré en el cine, supongo.
—Pero no será igual —dijo Syme.
Sus ojos burlones escudriñaron la cara de Winston. "Te conozco —parecían decir aquellos ojos— y penetro en tus pensamientos. Sé muy bien por qué no fuiste a ver a los ahorcados." En el aspecto intelectual, Syme era un fanático ponzoñoso. Hablaba con satisfacción nada disimulada de incursiones de helicópteros sobre poblaciones enemigas, de juicios y confesiones de ideadelincuentes y de su ejecución en los sótanos del Ministerio del Amor. Para poder entablar una conversación con él era necesario alejarlo de tales temas y acercarlo a la Neolengua, cuyos detalles técnicos lo atraían. Winston giró un poco la cabeza para evitar la mirada inquisidora de aquellos enormes ojos negros.
—Una buena ejecución —dijo Syme, nostálgico—. Me parece que lo estropean cuando les amarran los pies. Me gusta cómo agitan las piernas en el aire. Y sobre todo, al final, cuando les queda colgando la lengua, toda azul, un azul intenso.
Ese detalle me fascina.
—El que sigue —gritó un proletario de delantal blanco con un cucharón.
Winston y Syme empujaron sus bandejas junto a la parrilla. En cada una pusieron el almuerzo del día: un plato de guisado verdoso, un trozo de pan, un pedazo de queso, una taza de Café Victoria sin leche y una pastilla de sacarina.
—Allá veo una mesa desocupada, junto a la telepantalla —dijo Syme—. Compremos un trago de ginebra antes de sentarnos.
Les sirvieron la ginebra en tarros de loza sin asas. Luego se abrieron paso por la sala atestada y depositaron sus bandejas en una mesa, en una esquina de ella alguien había dejado un nauseabundo líquido con aspecto de vómito. Winston levantó su tarro de ginebra y, tras una pausa para templar sus nervios, vació de un trago aquel líquido con sabor