Paris en América. Edouard LaboulayeЧитать онлайн книгу.
en un estado singular. Corrí de un aliento á los Campos Eliseos, sin apercibirme de la distancia. Me sentia mas vivo, mas lijero, mas elástico que nunca lo estuvo creatura humana; me parecia que saltando tocaria los cuernos de la luna, que se elevaba en el horizonte. Todos mis sentidos tenian una sutileza increible—Desde la plaza de la Concordia veia los carruajes que daban vuelta al rededor del arco de la Estrella, escuchaba el tic-tac de la gran aguja que marca la hora en el reloj de las Tullerias. La vida corria por mis venas con una velocidad y un calor desconocidos; me preguntaba si una mano invisible no me conducia yá al otro lado del Atlántico. Para tranquilizarme, miré á la apagada media luna que ascendia lentamente en el cielo. Seguro de no haber cambiado de meridiano, entré en mi casa, avergonzado de mi credulidad, y me dormí riendome de Mr. Dream y de sus locas amenazas.
CAPITULO II.
¿Es esto un sueño?
Durante la noche tuve un sueño—¿Fué en efecto un sueño? Jonatás sentado á mi cabecera me miraba con aire burlon.
—¡Qué tal! decia, señor incrédulo—cómo os encontrais despues de la travesia?—¿El viaje os ha fatigado demasiado?
—El viaje, murmuré; si no me he movido de la cama.
—No; pero estais en América—No os tireis de la cama como un loco,—esperad á que os dé algunas instrucciones para que la sorpresa no os mate. En primer lugar, he trastornado vuestra casa. En un pais libre no se vive como en una caserna, revuelto, sin reposo y sin dignidad. De cada uno de esos cajoncitos, que llamais pisos, he hecho una habitacion á la americana, la he dispuesto y amueblado á mi modo, y le he agregado un jardincito. Para arreglar asi las cuarenta mil casas de París, he empleado cerca de dos horas; no lo siento; vedos señor de vuestra casa, es la primera de las libertades. De hoy en adelante no tendreis que sufrir á vuestros vecinos, ni que hacerles sufrir á su vez. Olores de cocina y de caballeriza, gritos de niños, de mujeres y de amas, ahullidos de perros, maullidos de gatos y de pianos: todo se acabó, no sereis en adelante un número de presidio ú hospital, un harenque aprensado, sois un hombre; teneis una familia y un hogar.
—¡Mi casa trastornada!—Estoy arruinado; ¿qué habeis hecho de mis inquilinos?
—Estad tranquilo: estan ahí, cada uno de ellos en una cómoda casita. Al presente son enfiteutas que os pagarán su renta durante medio siglo, sin que cada tres años tengais que sorprenderos los unos á los otros, y engañaros á quien mejor. He colocado á vuestra derecha á M. Leverd, el especiero, hoy dia. Mr. Green. M. Petit, el banquero del primer piso, sé ha hecho Mr. Little, y no es un personaje menos notable con sus millones. M. Reynard[5], el abogado del piso segundo, se llama el señor Procurador Fox[6], y no perderá por esto una sola de sus picardias. A vuestra derecha encontrareis al vecino del cuarto piso, el bravo coronel Saint-Jean, convertido en the gallant colonel Saint-Jean, con todos sus reumatismos, y en fin á Mr. Rose, el farmacéutico, que no es ni menos importante, ni menos majestuoso desde que se llama, M. Rose, el boticario. En cuanto á vos, mi querido Lefebvre, vedos convertido, por derecho de inmigracion, en el señor doctor Smith, miembro de la familia mas numerosa que haya salido del tronco anglo-sajon. Haced fortuna matando ó curando á vuestros clientes del nuevo mundo, que no serán mosquitos, lo que os falta.
Queria llamar; pero los ojos del terrible visitante me clavaban en el lecho.
—Apropósito, dijo riendo, os sorprendereis un poco, cuando oigais á vuestra mujer, á vuestros hijos, á vuestros vecinos hablar ingles y ganguear. Han dejado la memoria en el viejo mundo y ahora son Yankees pur sang. Efecto admirable del clima; notado ya por el príncipe de los espiritístas, el grande Hipócrates. Los perros dejan de ladrar cuando se aproximan al polo; el trigo, bajo el ecuador, es una grama estéril; un Yankee en París cree haber nacido gentil-hombre: un francés en los Estados-Unidos pierde el horror á la libertad. En cuanto á vos, señor incrédulo, os he dejado con vuestras preocupaciones y vuestros recuerdos. Trato de que juzgueis de mi poder, con conocimiento de causa. Sabreis asi Jonatás Dream es ó no un espiritísta; vedos metido en una piel Américana, de donde no saldreis mientras no me dé á mí, la regalada gana.
—But I cannot speak English[7], esclamé; y me detuve bruscamente, temeroso de silvar como un pájaro.
—No tan mal, dijo el insoportable burlon; antes de dos dias confundireis Shall y will, these y those[8], con toda la facilidad y la gracia de un Escoces. Adios, añadió levantándose; adios, me esperan á media noche en casa de la sultana favorita, en el harem de Constantinopla; á las dos de la mañana debo estar en Lóndres, y veré salir el sol en Pekin. Una advertencia mas; no olvideis que el sabio no se sorprende de nada. Si veis á vuestro alrededor alguna figura estraña, no griteis al diablo: os encerrarian con nuestros lunáticos. Seria un obstáculo á vuestras observaciones.
Me levanté sobresaltado. Tres puñados de fluido, recibidos en pleno rostro, me dejaron inmóvil y mudo. Con esto, mi traidor me saludó riendo sardónicamente; en seguida, tomando un rayo de luna, que se arrastraba por la habitacion, se envolvió en él, atravesó la ventana, y se evaporó en los aires.—Espanto, magnetismo, ó sueño; no lo sé,—me sentí postrado:
Y’ venni men cosi com’ io morisse
E caddi, come corpo morto cade[9].
CAPITULO III.
Zambo.
Cuando volví en mi, era de dia—Mi hijo cantaba á toda voz el Miserere del Trovador; mi hija, discípula de Thalberg, ejecutaba con incomparable brio las variaciones de Sturm sobre un aire variado de Donner. A lo lejos, mi mujer reprendia á la sirvienta, que la respondía á gritos. Nada habia cambiado en mi pacífica morada,—las angustias de la noche eran un vano sueño; libre de esos terrores quiméricos, podia seguir una dulce habitud, soñar despierto, mientras esperaba el almuerzo.
A las siete, segun costumbre, el sirviente entró en mi habitacion y me entregó el diario. Abrió la ventana, y entreabrió las persianas; el resplandor del sol y la vivacidad del aire me hicieron el efecto mas agradable. Volví la cabeza hacia la luz, ¡horror!—los cabellos se me erizaron, ni fuerzas tuve para gritar.
Estaba en mi presencia un negro, riente y alegre, con dientes como teclas de piano, y dos enormes lábios rojos que le cubrian la nariz y la barba. Enteramente vestido de blanco, como si temiera no parecer bastante negro, el animal se me aproximó, sacudiendo su cabeza crespa y revolviendo sus enormes ojos.
—El amo ha dormido bien; dijo cadenciosamente, Zambo está contento.
—Para disipar esta pesadilla cerré los ojos; mi corazon palpitaba á punto de romperme el pecho; cuando me atreví á mirar,—estaba solo. Saltar de la cama, correr á la ventana, tocarme los brazos y la cabeza, fué cosa de un segundo. En frente de mí habia una série de casitas alineadas como casuchos de naipes, tres imprentas, seis diarios, carteles por todas partes, el agua desperdiciada desbordando en las acequias. En la calle jentes atrafagadas, silenciosas, corriendo con las manos en los bolsillos, sin duda para ocultar en ellos, los revolvers; ni ruido, ni gritos, ni paseantes, ni cigarros, ni cafées, y hasta donde alcanzaba mi vista no se veia un solo ajente de policía, un solo jendarme. ¡No habia remedio! estaba en América, desconocido, solo, en un pais sin gobierno, sin leyes, sin ejército, sin policia, en medio de un pueblo salvaje, violento y codicioso. ¡Era hombre perdido!
Mas abandonado, mas desolado que Robinson despues de su naufrajio, me dejé caer sobre un sillon que inmediatamente se puso á hacerme bailar. Levantéme temblando, me buscaba en el espejo, ¡ay! y no me encontraba. Estaba frente á mí un hombre flaco, de frente calva, sembrada de algunos cabellos rojos, con el rostro descolorido, rodeado de flamíjeras patillas que caian hasta los hombros. ¡Hé ahí lo que la malignidad