Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.
calor sofocante le prendió el rostro y se apresuró a ponerse de pie y darle la espalda. Sería mejor que se metiera en el agua cuando antes.
Como sabía que las gafas de sol la protegían de delatar dónde tenía los ojos puestos, se atrevió a darle un buen repaso cuando le miró por encima del hombro.
Trevor y Ryan tenían un aspecto formidable y, aunque jamás se había sentido atraída por ellos de aquella manera, tenía que admitir que eran dos hombres de una belleza portentosa. Trevor tenía unos brazos y unas espaldas anchas, con una estrecha cintura que lo hacía increíblemente atractivo. Los bíceps de Ryan no tenían rival y su carita de niño contrastaba con ese cuerpo esculpido de acero con sus sexis cuadritos en los abdominales. Era una ricura y una alegría para la vista. Pero Max… ¡Joder con Max! El capitán era una fuerza de la naturaleza. Tenía un espeso vello sobre los pectorales, pero este iba menguando, recorriendo sus abdominales marcados hasta desaparecer en una fina línea negra bajo la cinturilla del pantalón. Sus hombros… Jud no pudo reprimir un suspiro y al darse cuenta forzó una tos que no consiguió engañar a Claire, que volvió a reír sin poder controlarse.
—Sin duda es un día espectacular. Ideal para contemplar una bella vista.
Las palabras de Claire le hicieron ganarse una mirada asesina de Jud, una que notó a pesar de las gafas de sol.
Volvió la cabeza y encontró a Ryan con una sonrisa de oreja a oreja.
—Unas buenas vistas, ¿eh?
«¡Cállate, bastardo traidor!».
Jud se puso del color de su biquini, que era granate.
Se quitó de nuevo la camiseta y la echó a un lado. Se quedó con su sexy culote ajustado dispuesta a lanzarse al agua al mismo tiempo que Ryan echaba el ancla. Sin embargo, Max fue más rápido, paso frente a ella y se lanzó de cabeza.
Cerró la boca y la notó seca a causa de la imagen que acababa de contemplar. Esa impresionante espalda desnuda, ese cu… Suspiró y arrojó las gafas de sol sobre los cojines donde se había sentado instantes antes.
Intentó generar saliva a marchas forzadas mientras el capitán salió a la superficie y se acarició su espeso cabello.
«No es nada del otro mundo, un hombre del montón. Tú puedes…». En ese preciso instante, Max agarró la escalerilla y subió de nuevo a bordo. Ver ese cuerpo esculpido en mármol bronceado era más de lo que una persona podía soportar.
—Me cago en mi puta vida.
Ryan estalló en carcajadas cuando Jud, cabreada, se lanzó de cabeza al lago y se alejó con vigorosas brazadas del barco y de Max.
Capítulo 2
Sentado en el porche de su nueva casa, Max reflexionaba sobre lo que había cambiado su vida en unos meses. No es que fuera un sentimental, simplemente se había pasado cinco años creyendo que podría disfrutar de una buena vida. Y se había equivocado.
Su vida no era perfecta, ni lo fue nunca. Seguramente había pasado cierto tiempo diciéndose que sí, convenciéndose de que todo iba bien, y que nada, nunca, podría ser mejor de lo que ya tenía. Se había acomodado a esa paz quebradiza, pero que de algún modo suponía efímera, porque de noche cuando abrazaba a su mujer a la que quería y se sentía un buen hombre, un buen marido y un buen hijo, siempre estaba la duda de si era un buen hermano. Disfrutando de la vida, mientras su querida hermanita yacía en una tumba fría sin ser vengada.
Cerró los ojos y contuvo el aliento. Había sido lo más feliz que un hombre podía ser en sus circunstancias. Había amado y se había abierto a su esposa todo lo que había podido. Y al parecer no fue suficiente para ser comprendido y amado. Quizás no fuese la adecuada, y ahora que echaba la vista atrás se preguntaba en qué estaba pensando cuando decidió casarse con Arizona.
Max miró hacia abajo y observó los papeles del divorcio que tenía entre sus manos. Estos habían llegado en un sobre certificado con dos pequeños indicadores de colores que señalaban claramente dónde debía firmar para ser, lo que se dice, un hombre libre. Pero ¿quería serlo? Él era un hombre tradicional, cuando se había casado con Arizona lo había hecho para siempre. Cerró los ojos y no estaba satisfecho con echarle toda la culpa a ella. ¿Acaso él mismo no la había utilizado en cierta manera? Hubo un tiempo, no hacía mucho, que pensó que la alegría y vitalidad de su esposa compensarían su carácter taciturno y esos momentos de tristeza en los que se sumía al recordar que no había sido capaz de resolver el asesinato de su hermana.
Un error. Ella jamás lo había comprendido y ahora dudaba de que lo hubiera amado nunca. ¿Qué le había pasado a Arizona? ¿Siempre había sido así y él era demasiado ciego para verlo? ¿Y qué le había pasado a él? Soltó el aire audiblemente. Era más que probable que él mismo se hubiera engañado respecto a sus sentimientos. De lo contrario, firmar esos papeles, divorciarse de ella sería algo inmensamente más duro, y no un mero trámite, un… alivio.
Estaba sentado en los escalones del porche de la casa que acababa de comprar en Seattle. No alquilar, sino comprar, con la intención de quién sabe si no regresar nunca al que todavía consideraba su hogar: Dallas.
Si algo le había enseñado la traición de Arizona, es que a veces necesitas marcharte para tomar perspectiva, para aclarar sentimientos e ideas. Ahora había dejado su vida en Dallas para instalarse en Seattle de manera casi definitiva. Aunque parte de su corazón estaba en su ciudad natal, debería admitir que necesitaba desesperadamente huir de allí. Alejarse de los malos recuerdos, de su incompetencia para atrapar al único asesino que le quitaba el sueño.
Era hora de firmar los papeles del divorcio y empezar una nueva vida, con nuevo trabajo y casa nueva. Era una casa amplia de tres dormitorios, un patio trasero para que un perro pudiera dormir largas siestas sobre la hierba. No es que él tuviera un perro, pero podría tenerlo… Aunque a veces visitaba a Trevor los días de partido y su perro Rex era tan endiabladamente jodido que se le quitaban las ganas de tener un cuadrúpedo correteando por allí. A Max le gustaban los animales, como también le gustaba su rancho que había dejado en Texas. Pero bueno, quizás algún día… quizás algún día podría llevar una vida normal, con amigos, un perro, y una mujer que lo quisiera.
Suspiró.
Al pensar en la mujer, no apareció en su mente la imagen de su esposa con espesos cabellos dorados, sino la flamígera melena de Jud, que, por cierto, no tenía ningún derecho a estar ahí, metiéndose en su mente con imágenes que iban de lo más cotidiano a lo más explosivo.
—Jud O’Callaghan. —Suspiró.
No sabía qué tendría esa mujer, pero no era el momento para pensar en ella. Al fin y al cabo, Jud no le ayudaría a superar su divorcio, uno que no resultaba tan duro después de todo. Y eso le hizo preguntarse cuánto habría querido a su mujer realmente.
No había duda de que, después de lo ocurrido, cualquier hombre sensato habría perdido la cabeza. Su mujer le partió el corazón, o cuando no su dignidad, a hachazos. De eso no hacía mucho, pero el tiempo suficiente como para creer que no había vuelta atrás. No la perdonaría. Su matrimonio estaba muerto y enterrado.
Arizona no le convenía. No era una mujer de fiar después de lo que le hizo. ¿Qué mujer lo era?, ¿qué mujer era lo suficientemente transparente para decir abiertamente lo que pensaba, para no tener dobleces, para no guardarse nada?
Parpadeó y miró al cielo nocturno. Rio sin ganas cuando de nuevo la imagen de una pelirroja malhumorada y con una lengua viperina se le apareció de inmediato. Quizás eso fuera cierto, pensó. Jud O’Callaghan no tenía dobleces, era pura sinceridad. Pura, devastadora y punzante sinceridad. Demasiada para su gusto y su orgullo.
Dio un trago al botellín de cerveza que había dejado a su lado en las escaleras del porche y sus pensamientos se dirigieron de nuevo a su esposa.
Quizás si Arizona hubiese tenido fuertes motivos para traicionarle como lo hizo, él podría haberla perdonado, aunque… jamás olvidado.