Antropología de la integración. Antonio Malo PéЧитать онлайн книгу.
sí mismo”; por decirlo así, es sentiente en cada parte de él y de manera continua, a través de las sensaciones de los órganos internos, del movimiento de los músculos y, especialmente, de los dinamismos tendenciales. Por supuesto, la sensación que uno tiene del propio cuerpo mediante el hambre y la sed es muy particular, pues se trata de algo vago y desagradable. Pensemos en la primera vez que un bebé siente hambre o sed; él o ella es incapaz de entender esa sensación de desazón generalizada. Experimenta la necesidad de comer o beber como algo “oscuro”, sin ningún objeto que puede satisfacerla. El hambre y la sed, entonces, no son solo algo fisiológico, sino también psíquico: la vivencia misma de necesidad. En el ser humano, esta experiencia requiere siempre la interpretación de la razón humana. De hecho, la palabra “hambre” es la expresión de la interpretación racional de la dinamización de la tendencia nutritiva. Tener hambre y “comprender que se está hambriento” son, al principio, dos fenómenos distintos. El hambre del animal, en cambio, no exige ninguna interpretación racional ni ningún símbolo para que el animal se dirija hacia el alimento[9]. La espiritualidad de la tendencia nutritiva humana se manifiesta, pues, tanto en la necesidad que tiene de ser interpretada por la razón, como en las características racionales de su objeto (lo comestible). De hecho, aunque el hambre humana pueda satisfacerse con cualquier alimento, por razones culturales o religiosas no todos ellos se juzgan como comestibles —por ejemplo, el perro no lo es para muchos occidentales, pero si para los chinos— o como lícitos —por ejemplo, el cerdo es impuro para judíos y musulmanes.
Tradicionalmente —por ejemplo, en la filosofía aristotélico-tomista—, se considera que la orexis[10] (en Aristóteles) o el appetitus[11] (en santo Tomás) se desencadenan después de haber conocido el objeto (lo que aquí llamo actualización). Esta concepción, como acabamos de ver, no es del todo correcta, pues no tiene en cuenta que el apetito —el instinto o la tendencia— se dinamiza también antes de conocer el objeto. La distinción entre dinamización y actualización (el equivalente al apetito tomista) permite también captar la diferencia entre sentir hambre y apetecer algo. Pues, mientras que el primero es una dinamización espontánea, el segundo requiere la actualización, es decir, el conocimiento del objeto; por ejemplo, si nos gusta el helado, basta descubrir una heladería por los alrededores para que nazca en nosotros el deseo de tomarnos un helado, aunque no tengamos hambre alguna. Por otro lado, estos mismos autores parecen desconocer las peculiaridades de las tendencias: el ser una potencialidad de toda la persona y, por tanto, que en ellas se manifiesta siempre la espiritualidad de algún modo.
A esta triple crítica podría objetarse lo siguiente:
1) Santo Tomás habla, por ejemplo, de un dinamismo vegetativo (crecimiento, nutrición y reproducción) que es independiente del conocimiento. Si bien esto es verdad, el Aquinate parece desconocer el papel que estas inclinaciones tienen en la conciencia, en tanto que de modo vago nos hacen tender hacia el objeto antes de conocerlo; por eso, la tendencia puede aparecer en la conciencia como una inclinación intencional, aun no siendo objetiva. De ahí, la necesidad de interpretarla por medio de la razón. En el Aquinate no hay rastro alguno de este tipo de conciencia.
2) Por otro lado, es cierto que santo Tomás considera el apetito sexual como una inclinación humana o racional. Sin embargo, la racionalidad a la que él se refiere no corresponde a la de la tendencia de que se habla aquí, pues, para él, el apetito sexual, considerado en sí mismo, no es más que un dinamismo vegetativo, sino que alude más bien a la participación de la sexualidad humana en la razón a través de la cogitativa. En cambio, cuando afirmo que la sexualidad humana es racional me refiero tanto a la tendencia en sí misma, como a su carácter flexible, que se va modelando a través de relaciones personales, de modo particular con los padres, así como por medio de experiencias y de modas sociales y culturales. Por eso, la tendencia sexual no es un simple dinamismo vegetativo, sino más bien una estructura somática-psíquica-espiritual, o condición sexuada, de la que cada uno está dotado, en tanto que hombre o mujer.
3) Por último, es verdad que el Aquinate menciona algunas inclinaciones naturales que en sí son espirituales, como las relativas a la verdad o la amistad, por lo que parecería que al tratar de ellas se estuviera refiriendo a las tendencias. Sin embargo, cuando aquí se habla de las tendencias como potencialidades de la persona, no se alude en primer lugar a las inclinaciones espirituales, pues estas carecen de dinamismo corporal, por lo menos al comienzo, si no más bien a aquellas que, como la sexualidad, cuentan con un dinamismo fisiológico y psicológico, cuya formalización e integración depende sobre todo de las primeras relaciones interpersonales. De hecho, la “espiritualidad de las tendencias” no tiene nada que ver con una conciencia racional ni con una intención subjetiva, sino más bien con la necesidad de ser interpretadas, su apertura al acto humano, su carácter simbólico, y su capacidad de recibir una nueva formalización mediante las relaciones, los hábitos personales y la cultura[12].
b) Actualización
A la dinamización de los instintos y las tendencias sigue normalmente la actualización, es decir, el conocimiento del objeto hacia el que el sujeto se siente inclinado, dando así lugar al deseo de la realidad conocida. En efecto, puesto que la inclinación —el instinto o la tendencia— es una potencialidad del sujeto, para actualizarse requiere de un acto intencional, que consiste precisamente en conocer el objeto que la puede satisfacer. Reformulando el adagio escolástico: nihil volitum nisi praecognitum, puede afirmarse que no hay deseo, si no se conoce previamente el objeto. La relación entre la tendencia y el conocimiento no se establece, sin embargo, en una sola dirección. Es cierto que la tendencia puede ser dinamizada por el conocimiento, como en el caso del niño que quiere tomar un helado apenas lo ve. Pues, sin el conocimiento del objeto, el apetito carece de objeto hacia el cual tender. Sin embargo, hay ocasiones en que la tendencia conduce a percibir ciertos valores: la sed, por ejemplo, hace descubrir el agua como aquello que la calma, y el hambre, el alimento como aquello que la satisface. Para comprender que el agua calma la sed, necesitamos sentir sed, es decir, experimentar la necesidad de beber. La relación entre tendencia y conocimiento es, por tanto, bilateral: la tendencia conduce a reconocer ciertos valores (por ejemplo, la potabilidad del agua) y el conocimiento, a su vez, a poner ante la tendencia el objeto que persigue; por ejemplo, se descubre la potabilidad en un río, una fuente, o un grifo, pero no en el mar. Para poder captar ciertas cualidades de la realidad, son necesarias, pues, una serie de experiencias tendenciales, ya que el puro conocimiento sensible o inteligible de por sí no es suficiente.
Como veremos en el estudio de la afectividad, las pasiones y gran parte de las emociones corresponden a la actualización de los instintos, en el animal, y de las tendencias, en la persona. Por lo tanto, el miedo no es simplemente intencional, no tiene sólo objeto: el perro, el examen, etc., sino que también es tendencial, pues, por ejemplo, depende del encuentro entre la tendencia a la supervivencia o el deseo de éxito y una realidad que los amenaza. De ahí que el miedo, en cualquiera de sus formas, nos haga experimentar el peligro. Por eso, resulta imposible no considerar algo como peligroso si uno siente miedo, y viceversa: no sentir miedo, mientras se siga experimentando esa realidad como peligrosa.
c) Acción
Por último, hay que hablar de la acción, con la que se pone el punto final al ciclo de necesidad y satisfacción. En el caso del animal, no existe posibilidad alguna de trascender ese ciclo: el animal siente hambre, conoce el objeto que satisface esa necesidad, y lo devora, con lo que desaparece temporalmente la dinamización del instinto, para volverse a presentar más tarde. Pero, en el hombre, no sólo sucede esto, pues los diversos elementos de este ciclo pueden separarse; en efecto, una cosa es el hambre, otra el deseo que proviene del conocimiento de la comida, y otra bien distinta el acto de comer y el placer que este conlleva. Dicha separación depende, en parte, de la estructura del deseo humano. Si el deseo del animal se refiere solo a aquello que satisface el instinto, el humano tiene siempre como telón de fondo el absoluto, es decir, nada, excepto lo que es Infinito, logra satisfacerlo. Esto explica la inquietud del corazón humano, pues siempre tiende a algo más allá de lo que posee actualmente, y también la posibilidad de buscar la satisfacción en falsos infinitos: no solo espirituales, como el poder, la posesión o la estima, sino también psicofísicos, como el placer sensible. Así, el hombre, a diferencia del animal[13], es capaz, por ejemplo, de separar el deseo de comer