Antropología de la integración. Antonio Malo PéЧитать онлайн книгу.
a menudo en los grandes banquetes de la Roma de su tiempo. El carácter espiritual de las tendencias humanas se manifiesta, pues, tanto en la especificidad del deseo, como en su carácter simbólico, que se expresa mediante palabras, gestos, representaciones, etc. Así, las pinturas prehistóricas parecen tener un sentido mágico-simbólico para favorecer la caza de los animales representados. Por otro lado, la mera presencia intencional o simbólica del objeto no es suficiente para satisfacer la tendencia, se precisa también su presencia real, y la unión con él mediante la acción, como ocurre al compartir el pan y la sal con amigos o huéspedes; pues estos alimentos, además de satisfacer el hambre, se convierten en un símbolo, en el signo de la hospitalidad. Como veremos al estudiar la acción, el aspecto espiritual de la inclinación humana culmina en el acto de compartir el alimento. Pues, allí se descubre el carácter sistémico entre necesidades, tendencias vitales, sociabilidad y amistad. Por esa razón, la comida puede ser usada simbólicamente para hablar de una comunión entre personas que transciende el tiempo, como la que se da, según el cristianismo, en el Cielo. De ahí que, en los Evangelios, la vida eterna se represente a menudo con la imagen del banquete[14].
Por último, a través del acto, la cultura formaliza nuestras tendencias de distintas maneras, así como su expresión y satisfacción. Pero, dicha formalización nunca se convierte en una inclinación necesaria, semejante al instinto. De hecho, como veremos en el capítulo décimo, la persona, no sólo trasciende las propias acciones, sino también la cultura en la que ha nacido o crecido.
3. DESEO HUMANO E INCONSCIENTE
Como hemos visto, antes de que el deseo encuentre su objeto, puede hablarse ya de un primer nivel de conciencia no objetivo, que por eso se llama inconsciente.
Aunque el inconsciente se conoce desde la antigüedad y puede ser identificado —en líneas generales— con aquellas fuerzas irracionales que —como en la tragedia griega— parecen dirigir el destino de los hombres, en la filosofía parece haber entrado por primera vez con Gottfried Leibniz (1646-1716), cuando habla de la existencia de una armonía universal basada precisamente en fuerzas psíquicas (o percepciones no sensibles), a las que da el nombre de mónadas. Más tarde, Kant se referirá también al inconsciente al tratar de las formas a priori de la sensibilidad externa e interna —espacio y tiempo, respectivamente— que permiten la percepción sensible sin que por ello se las pueda conocer objetivamente, ya que carecen de contenido. Sin embargo, tanto estos como otros autores no consideran el inconsciente en sí mismo, sino sólo derivadamente, como negación de la conciencia sensible e inteligible, es decir, como una especie de percepción no sensible o forma vacía. En otras palabras, el modelo que usan para interpretar el inconsciente es, en todos ellos, la conciencia vigil.
Habrá que esperar a Freud, para que el inconsciente se conciba no ya como una simple negación de la conciencia, sino como una estructura originaria, basada en pulsiones vitales. Y, siguiendo en esta línea, otros autores, como Frankl y Girard, profundizarán en el sentido personal del inconsciente.
a) Freud
Para este autor el inconsciente, lejos de ser una forma vacía de la consciencia, es el estrato más arcaico de la misma, que debido a su carácter pulsante tiende a emerger en la conciencia. El psicoanálisis —la corriente psicológica fundada por Freud— se propone, pues, como objetivo principal sacar a la luz todo ese conjunto de experiencias, recuerdos y situaciones de satisfacción o frustración que no se hallan disponibles por ser anteriores a la consciencia (Vorbewusste o preconsciente) o, no obstante, sean posteriores, no están a su alcance como resultado de un castigo o del haber sido removidas por el propio sujeto (Unbewusste o inconsciente). Sólo cuando la conciencia vigil se relaja —como en los sueños, en los llamados lapsus freudianos o en las acciones fallidas—, los elementos ocultos o removidos pueden aflorar —de forma más o menos encubierta— a través de representaciones o imágenes, que así son “aceptables” al sujeto. De ahí que, como terapia para la curación, el psicoanálisis busque interpretar los sueños del paciente, donde se revelan los traumas y los deseos reprimidos o insatisfechos[15].
En las Pulsiones y sus destinos, Freud describe los diferentes procesos que dan lugar al psiquismo humano a partir del deseo de placer[16]. Así, la corriente psíquica original, o Ello, constaría de dos dinamismos primarios: la pulsión de la autoconservación y la sexual (o libido); más tarde, Freud añadirá un tercer dinamismo de carácter negativo, la pulsión a la autodestrucción (o thanatos). Según el padre del psicoanálisis, el instinto de autoconservación se manifiesta en primer lugar en la sensación de hambre que hace llorar al recién nacido; una vez amamantado, el niño deja de llorar, pues su psique siente placer, es decir, la satisfacción de esa pulsión. Ahora bien, enfrentada nuevamente al hambre, la psique del pequeño tiende a representarse el objeto que originalmente la satisfizo: la leche materna. Sin embargo, puesto que, a pesar de la representación alucinatoria, la necesidad persiste, la psique debe someterse al principio de realidad, pues es el único modo que tiene para satisfacer el hambre. Surge así la segunda corriente psíquica, el Ego (o conciencia), mediante la cual la psique va adquiriendo nuevas capacidades, como la atención a la realidad externa, nuevas experiencias, el crecimiento de la memoria, el uso de la razón, etc.; de este modo, el niño comienza a dominar las fuerzas motoras de su organismo y a satisfacer sus necesidades por medio de acciones adecuadas. Del choque entre el principio del placer y el de realidad, nace el subconsciente (o Unterbewusste), como el depósito de representaciones alucinatorias que han sido rechazadas por el sujeto. Por último, la psique experimenta una tercera corriente, constituida por una instancia represiva, el Super-Ego. En la formación de esta nueva estructura, con la que el sujeto alcanza la madurez psíquica, es decisivo el papel de la pulsión sexual. Al principio, el niño tendería al autoerotismo, que se muestra en una serie de fases: oral, sádico-anal y fálica. Por ello, la sexualidad humana, para poder abrirse a la realidad —al acto sexual ordenado a la transmisión de la vida— ha de ser corregida repetidamente. En efecto, mientras que en la pulsión a la autoconservación la adaptación a la realidad es casi inmediata, en la sexualidad se precisa un largo proceso de negación-corrección del autoerotismo original. Primero, la libido se abre a la realidad por medio de la censura del impulso sexual que se dirige de forma espontánea a la instancia parental (los conocidos complejos de Edipo y Electra). Más tarde, la sexualidad infantil, reprimida por el tabú del incesto, es interiorizada hasta constituir una nueva estructura psíquica, el Super-Ego, mediante el cual se mantienen los efectos censores de los complejos precedentes. Por último, la sexualidad se abre a una persona del otro sexo, normalmente fuera de la familia, con lo que esta alcanza su fin: la transmisión de la vida. Por eso, Freud ve en el Super-Ego el heredero legítimo del complejo de Edipo o de Electra.
Si bien el padre del psicoanálisis comprende que en el origen de la conciencia humana el deseo juega un papel fundamental, sigue teniendo una visión negativa del inconsciente, pues básicamente lo concibe como un deposito de representaciones censuradas. Además, su forma de entender el deseo humano es un tanto simplista, ya que lo reduce a puro “deseo de placer”. Como consecuencia, la realidad se presenta siempre con un carácter extrínseco y censor. Por eso, la cultura, en todas sus manifestaciones, no sería más que la máscara o sublimación del deseo de placer o libido.
De todas formas, el límite más importante de la tesis de Freud se encuentra en su concepción del deseo como una fuerza física, cuya satisfacción conduce al equilibrio homeostático, que causa el placer. Pues, si el deseo fuese sólo de naturaleza física, no se explicaría cómo puede transformarse en energía psíquica y, más aún, en símbolo. Pero, si del deseo humano, por ejemplo, de nutrirse, hace surgir la cultura culinaria, es porque este no se contenta simplemente con la satisfacción del hambre, sino que va más allá: exige la gastronomía o arte de la comida, así como una buena compañía con quien compartirla, poniendo de este modo las bases del simbolismo del banquete. La realidad a la que tiende el deseo humano no es, pues, un ambiente en donde satisfacer las necesidades humanas básicas, sino un mundo perfectible, en correspondencia con su apertura al infinito. En cambio, en Freud, hay un claro contraste entre el deseo y la realidad, pues esta última es sólo un espacio neutro, que las tradiciones, la sociedad y la cultura, al censurar la inclinación espontánea de la psique al placer, llenan de valores y símbolos. Pero, si Freud tuviera razón, la sociedad,