Las zonas oscuras de la democracia. Jorge Eduardo SimonettiЧитать онлайн книгу.
CAPÍTULO I
La democracia en los tiempos
DEMOCRACIA, ¿QUÉ DEMOCRACIA?
El artículo 1° de la Constitución Nacional, nos estipula que “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal, según lo establece la presente Constitución”.
Sancionada en 1853, los constituyentes tenían claramente presente que el nuestro era un país que debía seguir a las tendencias del mundo moderno, la adopción de un sistema de democracia representativa, que hiciera descansar la soberanía en el pueblo en su conjunto, y su ejercicio en los representantes que el mismo eligiera periódicamente.
Un lugar común de nuestras apreciaciones de café fue aquello que “la democracia es el sistema menos malo para vivir”, haciendo referencia a que no existe el modelo ideal de convivencia y que, comparativamente, los otros tienen más defectos que ella.
Obviamente que la apreciación, como todas aquellas que surgen del saber cotidiano de las experiencias, siempre tiene un núcleo de verdad.
La democracia en trazos gruesos define el dispositivo hasta hoy más justo para organizar la convivencia entre los seres humanos. Pero son los trazos finos los que nos suministrarán la armonía que queremos para nuestras relaciones civilizadas.
Desde que el mundo es mundo, desde los albores de la civilización, los hombres pusieron de manifiesto su instinto gregario, esa natural inclinación a juntarse con otros seres humanos, compartir un espacio común, relacionarse, ayudarse, complementarse, buscar la manera de calmar las necesidades básicas de comida, vestido, refugio, defensa.
La convivencia, sin dudas, desde sus inicios trajo aparejada problemas adicionales de relacionamiento, distribución de tareas, organización social, administración de la cosa común, normas básicas de coexistencia.
Es allí que, desde el primer momento de gregarismo de la vida, se hizo presente la necesidad de darse reglas para la interacción humana y, a su vez, determinar las formas de zanjar las diferencias en la aplicación de las mismas. Solucionar los conflictos en el marco de la organización, constituye el primer atisbo de civilización.
Cada hombre y cada mujer ya no eran uno mismo y su entorno natural, sino uno mismo y su semejante, obligados a salir de su aislamiento y a vivir en un mismo medio, a verse todos los días, a compartir alimentos, a procurarse el techo, a proveer a la defensa común. Ya no es la mera voluntad unipersonal la que se impone siempre, paulatinamente comenzamos a entregar parte de nuestro libre albedrío en beneficio del conjunto, con la conciencia que es la mejor manera para alcanzar los propios objetivos.
Sin embargo, el hombre no sólo es gregario, sino fundamentalmente social. Precisamente la condición gregaria de muchos animales tiene al hombre en la escala superior en función de sus condiciones de sociabilidad. Y esta condición, está dada por la posibilidad de la comunicación, de la palabra.
La indigencia humana no es lo único que empuja al hombre hacia los demás, sino su necesidad de comunicación, su capacidad para poner en conocimiento del “otro” aquello que considera relevante para la vida, incluso más allá de la mera conveniencia y necesidad personal. La palabra constituye el nexo entre los seres humanos. “El hombre es un ser comunicativo en el sentido estricto del término: busca poner en común incluso su misma vida a través de la amistad, entendida como reconocimiento mutuo, conocimiento de la recíproca benevolencia”1
Para Aristóteles “la razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal político es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales el tener él sólo el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, etc., y es la comunión de estas cosas lo que constituye la casa y la ciudad”2
La historia del mundo es la historia de los seres humanos en interacción, que comienza con las formas más básicas de relacionamiento y que, con el correr del tiempo, se van complejizando y requiriendo de normas más avanzadas de regulación de las conductas comunitarias.
La idea del “contrato social” es la que mayor desarrollo tuvo desde Thomas Hobbes, con su tratado “Leviatán” (1651), en adelante. Partiendo de lo que llamó el “estado de naturaleza” en el que hipotéticamente se encuentra el hombre, en el que actúa sólo preocupado por su propio placer y necesidades, sin contacto ni cooperación con otros hombres, “por artificio se crea ese gran leviatán, llamado comunidad o Estado, que no es más que un hombre artificial…y en el que la soberanía es un alma artificial”.
Las personas restringen voluntariamente sus libertades a condición de que todos lo hagan, según Hobbes conceden su poder a otro hombre, o a una asamblea de hombres, convirtiendo la pluralidad de voces en una sola voz. Es una sumisión al “leviatán”, que es la autoridad absoluta del Estado.
El otro gran filósofo político inglés, John Locke, desarrolla la teoría en el mismo sentido, señalando que la soberanía se cede al Estado por convención humana, no por dispensa divina. Es menos desoladora su concepción del estado de naturaleza de Hobbes, quién concibe un poder del Estado ilimitado. Locke dice que la gente acepta ceder su poder al soberano a condición de que lo use para el bien común, y se reserva el derecho de anular la cesión. El derrocamiento forzoso es un remedio legítimo.
Jean Jacques Rousseau, el teórico de la Revolución Francesa, concibe al hombre bondadoso por naturaleza y es corrompido por las convenciones sociales, “el hombre nace libre, y por todas partes va encadenado. Uno se cree el señor de los demás, y aun así sigue siendo más esclavo que ellos”.
Ya en el siglo XX, John Rawls, en su “Teoría de la Justicia”, continúa con el desarrollo del contrato social como fundamento del Estado, introduciendo el concepto del “velo de ignorancia” como situación hipotética en que se encontrarían los individuos antes de socializarse, lo que asegura la imposibilidad de sacar ventaja de unos sobre otros.
De tal manera, la evolución de los tiempos va marcando la permanente tensión entre el egoísmo natural de las conductas individuales y la aceptación de los límites que establece la relación con otros seres humanos, que tienen las mismas necesidades, objetivos parecidos y derechos similares.
La libertad como valor absoluto de la vida humana, parece tener una traducción social en aquello que “mis derechos terminan dónde comienzan los del vecino”. La libertad, de tal modo, se presenta como un compromiso entre individuos que viven juntos en una sociedad.
El gran filósofo político Isaiah Berlin, al efectuar una distinción clave entre libertad negativa y libertad positiva, respaldaba el principio del “daño” como límite. “Lo que significa la libertad –escribió el dramaturgo Tom Stoppard en 2002- es que se me permita cantar en mi baño tan alto como para no interferir con la libertad de mi vecino para cantar una melodía diferente en el suyo”3
John Locke, que ha inspirado a los Padres Fundadores de los Estado Unidos, ha dicho que garantizar la libertad es justificación última de la constitución de un Estado: “El fin de la ley no es abolir o constreñir sino preservar y aumentar la libertad”.
Cierto es que la libertad como valor individual tiene sentido en la medida que corra peligro de ser amenazada, limitada, restringida, no por los factores naturales sino por el arbitrio de otros semejantes. Es decir que su consumación o restricción resulta en tanto su práctica pretenda desenvolverse en el marco social.
Al vivir en comunidad, entregamos parte de nuestra libertad, para que sea administrada por terceros, la sociedad organizada, el Estado, nuestros representantes. Ese desprendimiento del “yo” individual para alcanzar el “yo” social,