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Un puñado de esperanzas 3. Irene MendozaЧитать онлайн книгу.

Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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se separaron y no lo supera. Por eso tenemos que salir a animarlo un poco.

      —Me da pena, por los dos. Y por Jewel y D’Shawn.

      Asentí sin dejar de acariciar sus dedos.

      —Pocket dice que Jalissa le dijo que ya no estaba enamorada y que no quería conformarse. —Frank asintió.

      —A nosotros no nos pasará eso, chéri. Estoy segura —dijo alzando mis manos hacia su cintura para que la abrazara.

      —No, amor, nunca. Lo que tú y yo tenemos es especial —dije acariciándola.

      —Lo sé —susurró Frank pegando su vientre al mío.

      No lo decía por decir. Lo creía sin duda alguna. Habíamos pasado por muchas cosas juntos, sobre todo los diez primeros años de nuestra vida en común, con aquel par de dolorosas separaciones por causa de la difunta amiga de la familia Sargent, Patricia Van der Veen. La siguiente década, criando a nuestros hijos y ocupándonos de la academia, pasó a toda velocidad y, aunque agotadora, había sido maravillosa. Tal vez esos primeros años de dificultades, de luchar para mantenernos unidos, era lo que había logrado hacer que nuestra unión fuese tan sólida. El mismo Pocket me lo había dicho una vez, hacía bastante tiempo, que nosotros no éramos como Jalissa y él, que teníamos algo diferente, un vínculo indestructible que el paso del tiempo no podía romper. Y era cierto. Todo podía cambiar a nuestro alrededor, pero no nuestro amor, el que hacía que sintiésemos esa pasión el uno por el otro.

      La estreché con fuerza contra mis caderas y ella me acarició el pecho suavemente, bajando y subiendo sus manos de mis pectorales hasta más abajo de mi ombligo, demorándose en esa zona tan sensible. Notaba su tacto a través de la camisa, caliente sobre mi piel. Suspiré con fuerza y ella sonrió con picardía.

      —Estás dispuesta a que lleguemos tarde, ¿verdad? —susurré ronco por culpa de mi más que evidente excitación.

      —¿Uno rapidito antes de cenar? —sonrió mientras comenzaba a enredar con mi cinturón.

      No pude más y la tomé por la nuca con un gruñido animal de asentimiento para acercar su boca a la mía con fuerza. Frank tomó mis labios con avidez y me dejé arrastrar por su lengua y su aliento caliente y húmedo. Mis manos se aferraron a su trasero apretándolo con firmeza. Ella ya había conseguido soltarme el cinturón y yo ya estaba subiéndole la falda hasta la altura de la cintura entre risas, mientras nos acariciábamos y besábamos ansiosos cuando se oyó un portazo y una exclamación de asco.

      —¡Oh, por favor! ¿No podéis hacer eso en… en otro momento o en otro lugar? —dijo Charlotte, nuestra hija mayor.

      Nos soltamos rápidamente. Frank no pudo evitar una risita antes de ponerse sería mientras yo intentaba guardar la compostura, descamisado y rojo como un tomate.

      ¿Cómo íbamos a explicarle a nuestra hija lo mucho que a su madre y a mí nos gustaba hacer el amor? Simplemente, no podíamos.

      —No te esperábamos, chérie. ¿No ibas a ensayar con D’Shawn y Jewel en el garaje de Pocket? —preguntó Frank aún aferrada a mi cintura.

      —¿Y vosotros no ibais a salir a cenar con Pocket? —dijo Charlotte con cara de pocos amigos.

      —Contesta a tu madre… —le reprendí con suavidad mientras Frank se recomponía la ropa.

      Charlotte resopló antes de comenzar:

      —D’Shawn se ha enfadado con Jewel porque, según él, estaba tocando fatal la batería. Yo le he dado la razón a ella porque el que estaba perdiendo el compás era él y me estaba haciendo cantar a destiempo, y D’Shawn se ha enfadado con nosotras dos por llevarle la contraria y ponerle en evidencia —dijo nuestra hija dejándose caer en el sofá del salón exasperada por nuestras miradas de estupor—. Parecéis dos adolescentes salidos, ¿lo sabíais?

      —Estamos casados y en la intimidad de nuestra casa, hija —dije intentando parecer un padre serio y responsable.

      «Lo de intimidad es mucho decir», pensé. Me volví a mirar a Frank, que intentaba no reírse. Charlotte puso los ojos en blanco.

      —Comportaros un poco. Al menos delante de mí.

      —Lo hacemos —refunfuñé.

      —Sí, como la semana pasada, que os pillé en este mismo sofá en… en cueros y… ¡Oh, por favor! No quiero recordar eso ni estar aquí sentada.

      Y se levantó para tomar asiento en una butaca, mirando el sofá con aprensión.

      Carraspeé. Nuestra hija de casi dieciséis años nos había sorprendido haciendo el amor en el sofá Chester y desde entonces no nos podía mirar a la cara ni sentarse en aquel lugar de la casa sin resoplar como si fuese una dama del Ejército de Salvación. En nuestra defensa diré que no estábamos completamente desnudos, pero lo suficiente para lo que interrumpió.

      —¿No deberías estar en el apartamento de Charlie, con tus hermanos? —preguntó Frank.

      —No necesito ninguna niñera —respondió Charlotte.

      Mi madre se había comprado un apartamento con vistas a Central Park para pasar tiempo con sus nietos. Durante años los había cuidado y consentido y nos había proporcionado múltiples momentos de intimidad a Frank y a mí. Pero Charlotte ya no era ninguna cría, aunque yo me empeñase en negarlo y Korey, a sus casi once años, estaba a punto de dejar de serlo. Solo la pequeña Valerie, a la que habíamos llamado así por una canción de Amy Winehouse, mantenía intacta su ilusión por las cosas de niños.

      —Sí que la necesitas —repliqué.

      —Ya soy mayor.

      —¡Mayorcísima! —dije con sarcasmo.

      —Mark… —me reprendió Frank con dulzura.

      Ella era consciente de que Charlotte y yo éramos muy parecidos, cabezotas y orgullosos y que enseguida saltaban chispas. Por eso, en cuanto podía frenaba nuestras disputas para que no acabásemos enzarzados en una discusión. Aunque no siempre lo lograba.

      Pero en aquel momento yo no tenía ganas de discutir, así que hice un esfuerzo y suavicé mi tono.

      —Anda, hija, llama a tu abuela y dile que te quedas aquí para que no se preocupe. Nosotros nos vamos ya —dije.

      —De acuerdo… —gruñó Charlotte, frunciendo el ceño de la misma forma que yo para acto seguido esbozar una sonrisa torcida marca Gallagher—. ¡Pasadlo bien!

      Negué con la cabeza mientras Frank posaba la mano sobre mi hombro.

      —Has estado muy comedido, chéri. Sé lo que te cuesta, así que… enhorabuena —dijo besando mi mejilla

      —¡Qué remedio me queda! —sonreí justo cuando salíamos por la puerta.

      Capítulo 2

      Never Tear Us Apart

      —Divorcio… —resopló Pocket compungido mientras terminábamos la noche en el pub de Sullivan—. Y para colmo el negocio no va bien. Esta enésima crisis mundial nos está jodiendo a todos y nadie quiere gastar en decorar sus casas.

      Su tienda de decoración, que tanto éxito tuvo al principio, llevaba meses casi sin clientela porque en Queens, la clase media, que era la que pagaba los platos rotos de todas las crisis, no levantaba cabeza.

      —Sí, lo sé, tío. Estuve hablando ayer con el hijo de Santino y dice que todo anda muy raro. Hasta el alquiler de coches —dije.

      —En la academia no nos libramos tampoco. Cada vez tenemos menos donaciones y más gastos. La luz y el gas están por las nubes. Y el agua —dijo Frank.

      Asentí y estreché su mano. Sabía de sobra por las dificultades que estábamos pasando. El país había llegado a tener varios colapsos energéticos. El clima era cada vez más extremado y afectaba a las


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